12 de marzo de 2008

Die Abenteuer des santiaguinos in der Welt der Täuschungen


Cristian Ortiz H
3ºB

12/03/08

Había una vez un joven llamado Periquito, alumno de tercero medio en el colegio “San Ignacio”, que vivía en el barrio Yungay y que antes de ir al colegio, inexplicablemente para su familia, se iba a dar una vuelta a la vega central. Para tal acción, se levantaba a las 5:14 de la mañana. Cada día, con su bulla matutina sacaba a toda su familia del sueño. Su iracunda madre, al levantarse con todo el pelo revuelto le gritaba; “¡Tienes que despertar a toda la casa para hacer tus cosas!, si yo me enojo, despierto. ¡Por eso me enoja que me despiertes! (Falacia Post Hoc) Entonces Periquito respondía con voz de charlatán del persa: Madre, ¿tú prefieres soñar que a tu hijo? Parece que te gusta más dormir. Comprendo por qué ya no me amas y me gritas todas las mañanas antes de que salga. (Silogismo Disyuntivo Falaz) ¡Qué clase de familia tengo! ¡Me voy! ¡Ojalá que cuando vuelva aprecies más mi compañía!” Acto seguido, el joven salía con lo que alcanzara a preparar para su día y se iba caminando a la Vega central. Esto se repetía cada mañana.

Caminaba de su casa hasta la calle Mapocho, luego cruzaba a Santa maría, divina calle, divina porque si Mapocho no tiene nombre de santo y Santa María sí, y evidentemente Mapocho es un nombre Mapuche, Santa María es una calle santa y digna de devoción (Negación del antecedente). Debido a esta santidad, Periquito la recorría gateando para no ensuciar con sus pies de pecador la pulcra calle de la virgen.

Era un alivio para sus hilachentos pantalones de colegio, como una desgracia para la costurera de su barrio, el llegar a Recoleta, porque ahí terminaba su procesión individual. Entonces, se paraba y como en Mapocho, continuaba a pie. Su pobre corazón, de tan sólo 2 aurículos y un ventrículo, debido a una falla genética, de la cual era responsable el padre, se regocijaba al aproximarse al tradicional mercado de frutas y verduras, porque el viaje tenía una intención secreta: comprar papayas. Como lo hacía todos los días, para llevar a la colación. Las amaba con locura, pero la familia no las consumía, porque todos, menos él, eran alérgicos a la fruta traída de La Serena.

Cansado de caminar, Periquito hace un último esfuerzo y llega a la estación Mapocho, donde toma el troncal 201 en dirección a Alonso Ovalle con San Ignacio. La micro iba llena, debido a que era la única funcionando a esa hora, las 7:25 de la mañana. Mientras esperaba a pasar por el torniquete, escucha la queja de una señora que iba con tres paquetes a su trabajo: “Si mi general todavía estuviera vivo, se arreglarían todos los problemas del Transantiago (Falacia ad verecundiam) y no tendríamos que desplazarnos como animales.” Ulises, un joven que iba un poco más adelante y que tenía impreso en su chaleco, en su mochila, en su gorro y hasta en sus calzoncillos una imagen del Che Guevara, todos adquiridos en una tienda del Eurocentro, dispuesto a dar la vida por su ídolo y su evidente posición política, replicó: “Cállese señora, el Transantiago no funcionaría mejor, porque si todavía estuviera el tata en el poder, el ministro Cortazar estaría exiliado en París.” (Falacia ad populum) Al decir esto en la micro, un grupo de familiares de detenidos desaparecidos que iban viajando justo en la parte de la oruga, ovacionan, celebran sus palabras y apoyan al joven, por lo que comienza una discusión política de proporciones. Mientras todos se gritaban, el joven le quita el puesto de conducción al micrero, arrebatándole así a un empresario capitalista uno de los buses de su flota, que ahora pasaba a manos de la revolución. Sin embargo, continúa haciendo el recorrido. Otro hombre, que viajaba retorcido en una esquina sucia y mal oliente, entrañaba un deseo espeluznante y tenebroso: ¡arrebatarle el puesto al nuevo conductor!

Era don Cuasimodo, jardinero de profesión, andinista de vocación, doctor en poda de plantas y eliminación de pulgones. Vivía unas cuadras más allá que Periquito y le gustaba el pan con chancho. Se dirigió agresivamente al asiento mayor y le gritó al comunista: “¡He esperado toda mi vida ser chofer de esta micro, eso era lo que mi padre deseaba de mí y lo que mi abuelo deseaba de él. ¡Sale, asqueroso, déjame cumplir mi destino! Mientras decía esto, sentía que su ser se convertía en uno con la incongruencia que ejecutaba y deseaba, pues realmente no era esa su voluntad, pero el afán de poder lo superaba, un poder de mandar, de dirigir, de controlar el destino de todos los demás pasajeros, aunque sólo fuera hasta que tocaran el timbre y él debiera abrirles las puertas. Ulises, exigiendo al máximo sus cuerdas vocales para ser escuchado en cada asiento, en cada bajada, grita: ¡Compañeros! ¿Acaso no es válida mi aspiración de conducir? ¿Por qué no puedo apropiarme de este bus, ir en contra del sistema, recorrer de Americo Vespucio hasta las profundidades de San Bernardo en honor y causa del Che?¿ Por qué los deseos de este hombre son más válidos que las míos, acaso no todos somos iguales? A lo que Cuasimodo, lleno de una intención homicida, pero que dominó bien y no se le notó, le dice suavemente al oído: Tengo pesticidas de todos los olores y sabores en mi mochila y si no sales a la cuenta de tres del asiento, bloquearé tus receptores celulares lenta, pero energéticamente.” Lo dijo en un tono casi romántico, cautivante, que sedujo por un momento a Ulises, pero él, que instantáneamente después de escuchar eso, recordó un capitulo de los Tele Tubis que había visto el día anterior con su hermano pequeño y se acordó de la escena donde salía el niño con cara de sol, entró en pánico. Su terror por ese niño astro era tal, que inconcientemente gritó: “¡Noooo!” abstraído de la realidad y de las amenazas. “Yo tengo la razón acá, yo soy más válido, si no lo reconoces y no sales al tiro, te mato” (Falacia ad baculum) dijo ya decidido Cuasimodo. El joven ya se paraba para entregarle sin más opciones el mando, pero tropieza con una cáscara de banana que había dejado el conductor anterior, al más puro estilo del payaso narigón del circo y aprieta el botón para abrir la puerta. Como la micro iba en marcha y en ese momento el jardinero se apoyaba en la puerta para sostenerse mientras sacaba sus pesticidas, pierde el equilibrio y cae al suelo, rueda un poco y vuelve a caer de nuevo, ahora dentro de la bajada del metro Santa Ana. Sus gritos sólo fueron escuchados por las alumnas del liceo 1 que iban saliendo del metro, pero en la micro, todos se miraron entre sí y no se necesitó palabras para entender que allí no había sucedido nada.

Pasado un rato, Periquito toca el timbre para bajarse en la esquina de la iglesia, pero el nuevo conductor decide no pararle y continúa avanzando. Furioso le grita: “¡Ábreme la puerta!”, pero el chofer adolescente le responde del otro extremo con total seguridad: “No puedo parar aquí, porque no sé si está establecido como una parada de la micro, entonces no te puedo abrir” (Falacia ad ignorantiam) Y comienza de nuevo la trifulca dentro del microbús. Enojada, la señora que idolatraba a Pinochet, rencorosa todavía de la intromisión del joven en su comentario, se sube a un asiento al lado de una puerta y le quita la presión, ésta se abre y Periquito sale a la calle, sin darse cuenta de que al abandonar la micro, su pase escolar se le cae. Es recogido por otro pasajero y en un tiempo más sería vendido en el persa Zapadores en una módica suma. Eran las 7:55, así que Periquito corre para no llegar atrasado. Al llegar saluda a don Omar, a un par de compañeros en la entrada y con todas las buenas intenciones del mundo, camina a saludar al equipo directivo del colegio, que está todos los días en un rincón del pasillo a esa hora, no importa si llueva o truene, recibiendo a los alumnos.

Saluda a Juan Carlos Poblete, a Olivers Flores, a Alejandro Longueira y finalmente a Rosa Mateluna. Mas al voltearse para continuar y subir la escalera, la encargada de regularización se da cuenta de su voluminoso “choco”. Sube y en un rato más entrega su tarea de filosofía que seguramente sería revisada o expuesta junta a otras, en la clase del flexible y es así como comienza para él un día que en muchos aspectos sería parecido con los al menos doscientos días de clases que le quedaban en el año y también como termina esta rutinaria historia, que podríamos considerar verosímil, pero por supuesto, ¡cómo puede ser verosímil una historia escrita por una persona que roza la incontinencia urinaria y que tiene al menos siete tapaduras de metal en sus dientes! ( Falacia ad hominem)

3 comentarios:

Teoría del Conocimiento dijo...

Compañero realmente me gusto en demasía tu texto lo encontré: divertido, muy compacto y para mi gusto ocupaste muy bien las falacias.

Un saludo.

Vicente (vicho)

Anónimo dijo...

Melkor, me dijiste que tu texto era raro así que me lo leí curioso, no entendí ni el idioma del título, si turco o aleman, podrías recomendarme un diccionario. tampoco supe que era eso de incontinencia urinaria.
Me gusto arto la forma en que parte como una historia que podría ser de cualquiera pero que después se contrastan ideologías, algunos deseos locos y las típicas ironías con el colegio, que muchas veces es lo único que todos vemos en la vida de nuestros compañeros, pero que no dicen lo que hay detrás.

Si me hubiera leído tus falacias ubiera ocupado alguna seguro.

Salu2

Rodolfo Vivanco (BagUiÑo)

ValentinaCArrozzi dijo...

¡Excelente! Felicitaciones