12 de julio de 2009

Metafísica de Aristóteles

Colegio San Ignacio
Filosofía y Psicología
Cuartos medios 2009
Unidad Filosofía Antigua: Aristóteles Metafísica, Teoría del conocimiento y Ética
Prof. Valentina Carrozzi Reyes

Lecturas obligatorias Prueba Coeficiente Dos de Aristóteles

Queridos míos:

Les copio aquí los enlaces de "Dianoia" que conformarán la bibliografía mínima de la Unidad de Aristóteles con la que cerramos Filosofía antigua. En ellos encontrarán los elementos fundamentales de su metafísica, de su teoría del conocimiento y su ética. Dejaremos fuera la lógica y la antropología. Además les incluyo textos seleccionados de Metafísica y Ética a Nicómaco.
En clases abordaremos la totalidad de su pensamiento como una "Teoría del cambio".
Las fechas de la prueba son las siguientes:

VI medio A y C: Lunes 17 de agosto de 2009,
IV medio B: Miércoles 19 de agosto de 2009
Cariños, y que tengan una vacaciones de invierno estupendas

Valentina


Bibliografía

I. Comentario a su teoría

Los comentarios a su a su crítica a Platón en http://www.webdianoia.com/aristoteles/aristoteles_meta.htm

Los comentarios a su teoría de las causas en http://www.webdianoia.com/aristoteles/aristoteles_meta_2.htm

A su teoría de la "substancia" (ousía) en http://www.webdianoia.com/aristoteles/aristoteles_meta_2.htm

A su teoría de la Analogía del ser en http://www.webdianoia.com/aristoteles/aristoteles_meta_4.htm

Su teoría del conocimiento en http://www.webdianoia.com/aristoteles/aristoteles_conoc.htm

y, por último, a su ética en http://www.webdianoia.com/aristoteles/aristoteles_etica.htm y http://www.webdianoia.com/aristoteles/aristoteles_etica_2.htm


II. De Aristóteles mismo deben leer:

Metafísica, Libro Primero, del I al VII y Libro Cuarto, I a III

Les copio aquí mismo el original publicado en http://es.wikisource.org



Aristóteles: Metafísica, Libro Primero, I a VII

Parte I

Todos los hombres tienen naturalmente el deseo de saber. El placer que nos causa las percepciones de nuestros sentidos es una prueba de esta verdad. Nos agradan por sí mismas, independientemente de su utilidad, sobre todo las de la vista. En efecto, no sólo cuando tenemos intención de obrar, sino hasta cuando ningún objeto práctico nos proponemos, preferimos, por decirlo así, el conocimiento visible a todos los demás conocimientos que nos dan los demás sentidos. Y la razón es que la vista, mejor que los otros sentidos, nos da a conocer los objetos, y nos descubre entre ellos gran número de diferencias.

Los animales reciben de la naturaleza la facultad de conocer por los sentidos. Pero este conocimiento en unos no produce la memoria; al paso que en otros la produce. Y así los primeros son simplemente inteligentes; y los otros son más capaces de aprender que los que no tienen la facultad de acordarse. La inteligencia, sin la capacidad de aprender, es patrimonio de los que no tienen la facultad de percibir los sonidos, por ejemplo, la abeja y los demás animales que puedan hallarse en el mismo caso. La capacidad de aprender se encuentra en todos aquellos que reúnen a la memoria el sentido del oído. Mientras que los demás animales viven reducidos a las impresiones sensibles o a los recuerdos, y apenas se elevan a la experiencia, el género humano tiene, para conducirse, el arte y el razonamiento.

En los hombres la experiencia proviene de la memoria. En efecto, muchos recuerdos de una misma cosa constituyen una experiencia. Pero la experiencia, al parecer, se asimila casi a la ciencia y al arte. Por la experiencia progresan la ciencia y el arte en el hombre. La experiencia, dice Polus, y con razón, ha creado el arte, la inexperiencia marcha a la ventura. El arte comienza, cuando de un gran número de nociones suministradas por la experiencia, se forma una sola concepción general que se aplica a todos los casos semejantes. Saber que tal remedio ha curado a Calias atacado de tal enfermedad, que ha producido el mismo efecto en Sócrates y en muchos otros tomados individualmente, constituye la experiencia; pero saber que tal remedio ha curado toda clase de enfermos atacados de cierta enfermedad, los flemáticos, por ejemplo, los biliosos o los calenturientos, es arte. En la práctica la experiencia no parece diferir del arte, y se observa que hasta los mismos que sólo tienen experiencia consiguen mejor su objeto que los que poseen la teoría sin la experiencia. Esto consiste en que la experiencia es el conocimiento de las cosas particulares, y el arte, por lo contrario, el de lo general. Ahora bien, todos los actos, todos los hechos se dan en lo particular. Porque no es al hombre al que cura el médico, sino accidentalmente, y sí a Calias o Sócrates o a cualquier otro individuo que resulte pertenecer al género humano. Luego si alguno posee la teoría sin la experiencia, y conociendo lo general ignora lo particular en el contenido, errará muchas veces en el tratamiento de la enfermedad. En efecto, lo que se trata de curar es al individuo. Sin embargo, el conocimiento y la inteligencia, según la opinión común, son más bien patrimonio del arte que de la experiencia, y los hombres de arte pasan por ser más sabios que los hombres de experiencia, porque la sabiduría está en todos los hombres en razón de su saber. El motivo de esto es que los unos conocen la causa y los otros la ignoran.

En efecto, los hombres de experiencia saben bien que tal cosa existe, pero no saben porqué existe; los hombres de arte, por lo contrario, conocen el porqué y la causa. Y así afirmamos verdaderamente que los directores de obras, cualquiera que sea el trabajo de que se trate, tienen más derecho a nuestro respeto que los simples operarios; tienen más conocimiento y son más sabios, porque saben las causas de lo que se hace; mientras que los operarios se parecen a esos seres inanimados que obran, pero sin conciencia de su acción, como el fuego, por ejemplo, que quema sin saberlo. En los seres inanimados una naturaleza particular es la que produce cada una de estas acciones; en los operarios es el hábito. La superioridad de los jefes sobre los operarios no se debe a su habilidad práctica, sino al hecho de poseer la teoría y conocer las causas. Añádase a esto que el carácter principal de la ciencia consiste en poder ser transmitida por la enseñanza. Y así, según la opinión común, el arte, más que la experiencia, es ciencia; porque los hombres de arte pueden enseñar, y los hombres de experiencia no. Por otra parte, ninguna de las acciones sensibles constituye a nuestros ojos el verdadero saber, bien que sean el fundamento del conocimiento de las cosas particulares; pero no nos dicen el porqué de nada; por ejemplo, no nos hacen ver por qué el fuego es caliente, sino sólo que es caliente.

No sin razón el primero que inventó un arte cualquiera, por encima de las nociones vulgares de los sentidos, fue admirado por los hombres, no sólo a causa de la utilidad de sus descubrimientos, sino a causa de su ciencia, y porque era superior a los demás. Las artes se multiplicaron, aplicándose las unas a las necesidades, las otras a los placeres de la vida, pero siempre los inventores de que se trata fueron mirados como superiores a los de todas las demás, porque su ciencia no tenía la utilidad por fin. Todas las artes de que hablamos estaban inventadas cuando se descubrieron estas ciencias que no se aplican ni a los placeres ni a las necesidades de la vida. Nacieron primero en aquellos puntos donde los hombres gozaban de reposo. Las matemáticas fueron inventadas en Egipto, porque en este país se dejaba un gran solaz a la casta de los sacerdotes.

Hemos asentado en la Moral la diferencia que hay entre el arte, la ciencia y los demás conocimientos. Todo lo que sobre este punto nos proponemos decir ahora, es que la ciencia que se llama Filosofía es, según la idea que generalmente se tiene de ella, el estudio de las primeras causas y de los principios.

Por consiguiente, como acabamos de decir, el hombre de experiencia parece ser más sabio que el que sólo tiene conocimientos sensibles, cualesquiera que ellos sean: el hombre de arte lo es más que el hombre de experiencia; el operario es sobrepujado por el director del trabajo, y la especulación es superior a la práctica. Es, por tanto, evidente que la Filosofía es una ciencia que se ocupa de ciertas causas y de ciertos principios.



Parte II

Puesto que esta ciencia es el objeto de nuestras indagaciones, examinemos de qué causas y de qué principios se ocupa la filosofía como ciencia; cuestión que se aclarará mucho mejor si se examinan las diversas ideas que nos formamos del filósofo. Por de pronto, concebimos al filósofo principalmente como conocedor del conjunto de las cosas, en cuanto es posible, pero sin tener la ciencia de cada una de ellas en particular. En seguida, el que puede llegar al conocimiento de las cosas arduas, aquellas a las que no se llega sino venciendo graves dificultades, ¿no le llamaremos filósofo? En efecto, conocer por los sentidos es una facultad común a todos, y un conocimiento que se adquiere sin esfuerzos no tiene nada de filosófico. Por último, el que tiene las nociones más rigurosas de las causas, y que mejor enseña estas nociones, es más filósofo que todos los demás en todas las ciencias; aquella que se busca por sí misma, sólo por el ansia de saber, es más filosófica que la que se estudia por sus resultados; así como la que domina a las demás es más filosófica que la que está subordinada a cualquiera otra. No, el filósofo no debe recibir leyes, y sí darlas; ni es preciso que obedezca a otro, sino que debe obedecerle el que sea menos filósofo.

Tales son, en suma, los modos que tenemos de concebir la filosofía y los filósofos. Ahora bien; el filósofo, que posee perfectamente la ciencia de lo general, tiene por necesidad la ciencia de todas las cosas, porque un hombre de tales circunstancias sabe en cierta manera todo lo que se encuentra comprendido bajo lo general. Pero puede decirse también que es muy difícil al hombre llegar a los conocimientos más generales; como que las cosas que son objeto de ellos están mucho más lejos del alcance de los sentidos.

Entre todas las ciencias, son las más rigurosas las que son más ciencias de principios; las que recaen sobre un pequeño número de principios son más rigurosas que aquellas cuyo objeto es múltiple; la aritmética, por ejemplo, es más rigurosa que la geometría. La ciencia que estudia las causas es la que puede enseñar mejor, porque los que explican las causas de cada cosa son los que verdaderamente enseñan. Por último, conocer y saber con el solo objeto de saber y conocer, tal es por excelencia el carácter de la ciencia de lo más científico que existe. El que quiera estudiar una ciencia por sí misma, escogerá entre todas la que sea más ciencia, puesto que esta ciencia es la ciencia de lo que hay de más científico. Lo más científico que existe lo constituyen los principios y las causas. Por su medio conocemos las demás cosas, y no conocemos aquéllos por las demás cosas. Porque la ciencia soberana, la ciencia superior a toda ciencia subordinada, es aquella que conoce el porqué debe hacerse cada cosa. Y este porqué es el bien de cada ser, que tomado en general, es lo mejor en todo el conjunto de los seres.

De todo lo que acabamos de decir sobre la ciencia misma, resulta la definición de la filosofía que buscamos. Es imprescindible que sea la ciencia teórica de los primeros principios y de las primeras causas, porque una de las causas es el bien, la razón final. Y que no es una ciencia práctica lo prueba el ejemplo de los primeros que han filosofado. Lo que en un principio movió a los hombres a hacer las primeras indagaciones filosóficas fue, como lo es hoy, la admiración. Entre los objetos que admiraban y de que no podían darse razón, se aplicaron primero a los que estaban a su alcance; después, avanzando paso a paso, quisieron explicar los más grandes fenómenos; por ejemplo, las diversas fases de la Luna, el curso del Sol y de los astros y, por último, la formación del Universo. Ir en busca de una explicación y admirarse, es reconocer que se ignora. Y así, puede decirse que el amigo de la ciencia lo es en cierta manera de los mitos, porque el asunto de los mitos es lo maravilloso. Por consiguiente, si los primeros filósofos filosofaron para librarse de la ignorancia, es evidente que se consagraron a la ciencia para saber, y no por miras de utilidad. El hecho mismo lo prueba, puesto que casi todas las artes que tienen relación con las necesidades, con el bienestar y con los placeres de la vida, eran ya conocidas cuando se comenzaron las indagaciones y las explicaciones de este género. Es, por tanto, evidente que ningún interés extraño nos mueve a hacer el estudio de la filosofía.

Así como llamamos hombre libre al que se pertenece a sí mismo y no tiene dueño, en igual forma esta ciencia es la única entre todas las ciencias que puede llevar el nombre de libre. Sólo ella efectivamente depende de sí misma. Y así con razón debe mirarse como cosa sobrehumana la posesión de esta ciencia. Porque la naturaleza del hombre es esclava en tantos respectos, que sólo Dios, hablando como Simónides, debería disfrutar de este precioso privilegio. Sin embargo, es indigno del hombre no ir en busca de una ciencia a que puede aspirar. Si los poetas tienen razón diciendo que la divinidad es capaz de envidia, con ocasión de la filosofía podría aparecer principalmente esta envidia, y todos los que se elevan por el pensamiento deberían ser desgraciados. Pero no es posible que la divinidad sea envidiosa, y los poetas, como dice el proverbio, mienten muchas veces.

Por último, no hay ciencia más digna de estimación que ésta, porque debe estimarse más la más divina, y ésta lo es en un doble concepto. En efecto, una ciencia que es principalmente patrimonio de Dios, y que trata de las cosas divinas, es divina entre todas las ciencias. Pues bien, sólo la filosofía tiene este doble carácter. Dios pasa por ser la causa y el principio de todas las cosas, y Dios sólo, o principalmente al menos, puede poseer una ciencia semejante. Todas las demás ciencias tienen, es cierto, más relación con nuestras necesidades que la filosofía, pero ninguna la supera.

El fin que nos proponemos en nuestra empresa debe ser una admiración contraria, si puedo decirlo así, a la que provocan las primeras indagaciones en toda ciencia. En efecto, las ciencias, como ya hemos observado, tienen siempre su origen en la admiración o asombro que inspira el estado de las cosas; como, por ejemplo, por lo que hace a las maravillas que de suyo se presentan a nuestros ojos, el asombro que inspiran las revoluciones del Sol o lo inconmensurable de la relación del diámetro con la circunferencia a los que no han examinado aún la causa. Es cosa que sorprende a todos que una cantidad no pueda ser medida ni aun por una medida pequeñísima. Pues bien, nosotros necesitamos participar de una admiración contraria: lo mejor está al fin, como dice el proverbio. A este mejor, en los objetos de que se trata, se llega por el conocimiento, porque nada causaría más asombro a un geómetra que el ver que la relación del diámetro con la circunferencia se hacía conmensurable.

Ya hemos dicho cuál es la naturaleza de la ciencia que investigamos, el fin de nuestro estudio y de este tratado.


Parte III

Evidentemente es preciso adquirir la ciencia de las causas primeras, puesto que decimos que se sabe, cuando creemos que se conoce la causa primera. Se distinguen cuatro causas. La primera es la esencia, la forma propia de cada cosa, porque lo que hace que una cosa sea, está toda entera en la noción de aquello que ella es; la razón de ser primera es, por tanto, una causa y un principio. La segunda es la materia, el sujeto; la tercera el principio del movimiento; la cuarta, que corresponde a la precedente, es la causa final de las otras, el bien, porque el bien es el fin de toda producción.

Estos principios han sido suficientemente explicados en la Física. Recordemos, sin embargo, aquí las opiniones de aquellos que antes que nosotros se han dedicado al estudio del ser y han filosofado sobre la verdad; y que, por otra parte, han discurrido también sobre ciertos principios y ciertas causas. Esta revista será un preliminar útil a la indagación que nos ocupa. En efecto, o descubriremos alguna otra especie de causas, o tendremos mayor confianza en las causas que acabamos de enumerar.

La mayor parte de los primeros que filosofaron, no consideraron los principios de todas las cosas, sino desde el punto de vista de la materia. Aquello de donde salen todos los seres, de donde proviene todo lo que se produce, y adonde va a parar toda destrucción, persistiendo la sustancia misma bajo sus diversas modificaciones, he aquí el principio de los seres. Y así creen, que nada nace ni perece verdaderamente, puesto que esta naturaleza primera subsiste siempre; a la manera que no decimos que Sócrates nace realmente, cuando se hace hermoso o músico, ni que perece, cuando pierde estos modos de ser, puesto que el sujeto de las modificaciones, Sócrates mismo, persiste en su existencia, sin que podamos servirnos de estas expresiones respecto a ninguno de los demás seres. Porque es indispensable que haya una naturaleza primera, sea única, sea múltiple, la cual subsistiendo siempre, produzca todas las demás cosas. Por lo que hace al número y al carácter propio de los elementos, estos filósofos no están de acuerdo.

Tales, fundador de esta filosofía, considera el agua como primer principio. Por esto llega hasta pretender que la tierra descansa en el agua; y se vio probablemente conducido a esta idea, porque observaba que la humedad alimenta todas las cosas, que lo caliente mismo procede de ella, y que todo animal vive de la humedad; y aquello de donde viene todo, es claro, que es el principio de todas las cosas. Otra observación le condujo también a esta opinión. Las semillas de todas las cosas son húmedas por naturaleza y el agua es el principio de las cosas húmedas.

Algunos creen que los hombres de los más remotos tiempos y con ellos los primeros teólogos muy anteriores a nuestra época, se figuraron la naturaleza de la misma manera que Tales. Han presentado como autores del Universo al Océano y a Tetis, y los dioses, según ellos, juran por el agua, por ese agua que los poetas llaman Estigia. Porque lo más seguro que existe es igualmente lo que hay de más sagrado; y lo más sagrado que hay es el juramento. ¿Hay en esta antigua opinión una explicación de la naturaleza? No es cosa que se vea claramente. Tal fue, por lo que se dice, la doctrina de Tales sobre la primera causa.

No es posible colocar a Hipón entre los primeros filósofos, a causa de lo vago de su pensamiento. Anaxímenes y Diógenes dijeron que el aire es anterior al agua, y que es el primer principio de los cuerpos simples. Hipaso de Metaponte y Heráclito de Éfeso reconocen como primer principio el fuego. Empédocles admite cuatro elementos, añadiendo la tierra a los tres que quedan nombrados. Estos elementos subsisten siempre, y no se hacen o devienen; sólo que siendo, ya más, ya menos, se mezclan y se desunen, se agregan y se separan.

Anaxágoras de Clazómenas, mayor que Empédocles, no logró exponer un sistema tan recomendable. Pretende que el número de los principios es infinito. Casi todas las cosas formadas de partes semejantes, no están sujetas, como se ve en el agua y el fuego, a otra producción ni a otra destrucción que la agregación o la separación; en otros términos, no nacen ni perecen, sino que subsisten eternamente.

Por lo que precede se ve que todos estos filósofos han tomado por punto de partida la materia, considerándola como causa única.

Una vez en este punto, se vieron precisados a caminar adelante y a entrar en nuevas indagaciones. Es indudable que toda destrucción y toda producción proceden de algún principio, ya sea único o múltiple. Pero ¿de dónde proceden estos efectos y cuál es la causa? Porque, en verdad, el sujeto mismo no puede ser autor de sus propios cambios. Ni la madera ni el bronce, por ejemplo, son la causa que les hace mudar de estado al uno y al otro; no es la madera la que hace la cama, ni el bronce el que hace la estatua. Buscar esta otra cosa es buscar otro principio, el principio del movimiento, como nosotros le llamamos.

Desde los comienzos, los filósofos partidarios de la unidad de la sustancia, que tocaron esta cuestión, no se tomaron gran trabajo en resolverla. Sin embargo, algunos de los que admitían la unidad, intentaron hacerlo, pero sucumbieron, por decirlo así, bajo el peso de esta indagación. Pretenden que la unidad es inmóvil, y que no sólo nada nace ni muere en toda la naturaleza (opinión antigua y a la que todos se afiliaron), sino también que en la naturaleza es imposible otro cambio. Este último punto es peculiar de estos filósofos. Ninguno de los que admiten la unidad del todo ha llegado a la concepción de la causa de que hablamos, excepto, quizá, Parménides, en cuanto no se contenta con la unidad, sino que, independientemente de ella, reconoce en cierta manera dos causas.

En cuanto a los que admiten muchos elementos, como lo caliente y lo frío, o el fuego y la tierra, están más a punto de descubrir la causa en cuestión. Porque atribuyen al fuego el poder motriz, y al agua, a la tierra y a los otros elementos la propiedad contraria. No bastando estos principios para producir el Universo, los sucesores de los filósofos que los habían adoptado, estrechados de nuevo, como hemos dicho, por la verdad misma, recurrieron al segundo principio. En efecto, que el orden y la belleza que existen en las cosas o que se producen en ellas, tengan por causa la tierra o cualquier otro elemento de esta clase, no es en modo alguno probable: ni tampoco es creíble que los filósofos antiguos hayan abrigado esta opinión. Por otra parte, atribuir al azar o a la fortuna estos admirables efectos era muy poco racional. Y así, cuando hubo un hombre que proclamó que en la naturaleza, al modo que sucedía con los animales, había una inteligencia, causa del concierto y del orden universal, pareció que este hombre era el único que estaba en el pleno uso de su razón, en desquite de las divagaciones de sus predecesores.

Sabemos, sin que ofrezca duda, que Anaxágoras se consagró al examen de este punto de vista de la ciencia. Puede decirse, sin embargo, que Hermotimo de Clazómenas lo indicó el primero. Estos dos filósofos alcanzaron, pues, la concepción de la Inteligencia, y establecieron que la causa del orden es a un mismo tiempo el principio de los seres y la causa que les imprime el movimiento.



Parte IV

Debería creerse que Hesíodo entrevió mucho antes algo análogo, y con Hesíodo todos los que han admitido como principio en los seres el Amor o el deseo; por ejemplo, Parménides. Éste dice, en su explicación de la formación del Universo:

Él creó el Amor, el más antiguo de todos los dioses

Hesíodo, por su parte, se expresa de esta manera:

Mucho antes de todas las cosas existió el Caos, después
la Tierra espaciosa.
Y el Amor, que es el más hermoso de todos los Inmortales,

con lo que parece que reconocen que es imprescindible que los seres tengan una causa capaz de imprimir el movimiento y de dar enlace a las cosas. Deberíamos examinar aquí a quién pertenece la prioridad de este descubrimiento, pero rogamos se nos permita decidir esta cuestión más tarde.

Como se vio que al lado del bien aparecía lo contrario del bien en la naturaleza; que al lado del orden y de la belleza se encontraban el desorden y la fealdad; que el mal parecía sobrepujar al bien, y lo feo a lo bello, otro filósofo introdujo la Amistad y la Discordia como causas opuestas de estos efectos contrarios. Porque si se sacan todas las consecuencias que se derivan de las opiniones de Empédocles, y nos atenemos al fondo de su pensamiento y no a la manera con que él lo balbucea, se verá que hace de la Amistad el principio del bien, y de la Discordia el principio del mal. De suerte, que si se dijese que Empédocles ha proclamado, y proclamado el primero, el bien y el mal como principios, quizá no se incurriría en equivocación, puesto que, según su sistema, el bien en sí es la causa de todos los bienes, y el mal la de todos los males.

Hasta aquí, en nuestra opinión, los filósofos han reconocido dos de las causas que hemos fijado en la Física: la materia y la causa del movimiento. Es cierto que lo han hecho de una manera oscura e indistinta, como se conducen los soldados bisoños en un combate. Éstos se lanzan sobre el enemigo y descargan muchas veces sendos golpes, pero la ciencia no entra para nada en su conducta. En igual forma estos filósofos no saben en verdad lo que dicen. Porque no se les ve nunca, o casi nunca, hacer uso de sus principios. Anaxágoras se sirve de la Inteligencia como de una máquina, para la formación del mundo; y cuando se ve embarazado para explicar por qué causa es necesario esto o aquello, entonces presenta la inteligencia en escena; pero en todos los demás casos a otra causa más bien que a la inteligencia es a la que atribuye la producción de los fenómenos. Empédocles se sirve de las causas más que Anaxágoras, es cierto, pero de una manera también insuficiente, y al servirse de ellas no sabe ponerse de acuerdo consigo mismo.

Muchas veces en el sistema de este filósofo, la amistad es la que separa, y la discordia la que reúne. En efecto, cuando el todo se divide en sus elementos por la discordia, entonces las partículas del fuego se reúnen en un todo, así como las de cada uno de los otros elementos. Y cuando la amistad lo reduce todo a la unidad, mediante su poder, entonces, por lo contrario, las partículas de cada uno de los elementos se ven forzadas a separarse. Empédocles, según se ve, se distinguió de sus predecesores por la manera de servirse de la causa de que nos ocupamos; fue el primero que la dividió en dos. No hizo un principio único del principio de movimiento, sino dos principios diferentes, y opuestos entre sí. Y luego, desde el punto de vista de la materia, es el primero que reconoció cuatro elementos. Sin embargo, no se sirvió de ellos como si fueran cuatro elementos, sino como si fuesen dos, el fuego de una parte por sí solo, y de otra los tres elementos opuestos: la tierra, el aire y el agua, considerados como una sola naturaleza. Ésta es por lo menos la idea que se puede formar después de leer su poema. Tales son, a nuestro juicio, los caracteres, y tal es el número de los principios de que Empédocles nos ha hablado.

Leucipo y su amigo Demócrito admiten por elementos lo lleno y lo vacío o, usando de sus mismas palabras, el ser y el no ser. Lo lleno, lo sólido, es el ser; lo vacío y lo raro es el no ser. Por esta razón, según ellos, el no ser existe lo mismo que el ser. En efecto, lo vacío existe lo mismo que el cuerpo; y desde el punto de vista de la materia éstas son las causas de los seres. Y así como los que admiten la unidad de la sustancia hacen producir todo lo demás mediante las modificaciones de esta sustancia, dando lo raro y lo denso por principios de estas modificaciones, en igual forma estos dos filósofos pretenden que las diferencias son las causas de todas las cosas. Estas diferencias son en su sistema tres: la forma, el orden, la posición. Las diferencias del ser sólo proceden según su lenguaje, de la configuración, de la coordinación, y de la situación. La configuración es la forma, y la coordinación es el orden, y la situación es la posición. Y así A difiere de N por la forma; A N de N A por el orden; y Z de N por la posición. En cuanto al movimiento, a averiguar de dónde procede y cómo existe en los seres, han despreciado esta cuestión, y la han omitido como han hecho los demás filósofos.

Tal es, a nuestro juicio, el punto a que parecen haber llegado las indagaciones de nuestros predecesores sobre las dos causas en cuestión.



Parte V

En tiempo de estos filósofos y antes que ellos, los llamados pitagóricos se dedicaron por de pronto a las matemáticas, e hicieron progresar esta ciencia. Embebidos en este estudio, creyeron que los principios de las matemáticas eran los principios de todos los seres. Los números son por su naturaleza anteriores a las cosas, y los pitagóricos creían percibir en los números más bien que en el fuego, la tierra y el agua, una multitud de analogías con lo que existe y lo que se produce. Tal combinación de números, por ejemplo, les parecía ser la justicia, tal otra el alma y la inteligencia, tal otra la oportunidad; y así, poco más o menos, hacían con todo lo demás; por último, veían en los números las combinaciones de la música y sus acordes. Pareciéndoles que estaban formadas todas las cosas a semejanza de los números, y siendo por otra parte los números anteriores a todas las cosas, creyeron que los elementos de los números son los elementos de todos los seres, y que el cielo en su conjunto es una armonía y un número. Todas las concordancias que podían descubrir en los números y en la música, junto con los fenómenos del cielo y sus partes y con el orden del Universo, las reunían, y de esta manera formaban un sistema. Y si faltaba algo, empleaban todos los recursos para que aquél presentara un conjunto completo. Por ejemplo, como la década parece ser un número perfecto, y que abraza todos los números, pretendieron que los cuerpos en movimiento en el cielo son diez en número. Pero no siendo visibles más que nueve, han imaginado un décimo, el Antictón. Todo esto lo hemos explicado más al por menor en otra obra. Si ahora tocamos ese punto, es para hacer constar, respecto a ellos como a todos los demás, cuáles son los principios cuya existencia afirman, y cómo estos principios entran en las causas que hemos enumerado.

He aquí en lo que al parecer consiste su doctrina: El número es el principio de los seres bajo el punto de vista de la materia, así como es la causa de sus modificaciones y de sus estados diversos; los elementos del número son el par y el impar; el impar es finito, el par es infinito; la unidad participa a la vez de estos dos elementos, porque a la vez es par e impar; el número viene de la unidad, y por último, el cielo en su conjunto se compone, como ya hemos dicho, de números. Otros pitagóricos admiten diez principios, que colocan de dos en dos, en el orden siguiente:

Finito e infinito.
Par e impar.
Unidad y pluralidad.
Derecha e izquierda.
Macho y hembra.
Reposo y movimiento.
Rectilíneo y curvo.
Luz y tinieblas.
Bien y mal.
Cuadrado y cuadrilátero irregular.

La doctrina de Alcmeón de Crotona, parece aproximarse mucho a estas ideas, sea que las haya tomado de los pitagóricos, sea que éstos las hayan recibido de Alcmeón, porque florecía cuando era anciano Pitágoras, y su doctrina se parece a la que acabamos de exponer. Dice, en efecto, que la mayor parte de las cosas de este mundo son dobles, señalando al efecto las oposiciones entre las cosas. Pero no fija, como los pitagóricos, estas diversas oposiciones. Toma las primeras que se presentan, por ejemplo, lo blanco y lo negro, lo dulce y lo amargo, el bien y el mal, lo grande y lo pequeño, y sobre todo lo demás se explica de una manera igualmente indeterminada, mientras que los pitagóricos han definido el número y la naturaleza de las oposiciones.

Por consiguiente, de estos dos sistemas puede deducirse que los contrarios son los principios de las cosas, y además, que uno de ellos nos da a conocer el número de estos principios y su naturaleza. Pero cómo estos principios pueden resumirse en las causas primeras, es lo que no han articulado claramente estos filósofos. Sin embargo, parece que consideran los elementos desde el punto de vista de la materia, porque, según ellos, estos elementos se encuentran en todas las cosas y constituyen y componen todo el Universo.

Lo que precede basta para dar una idea de las opiniones de los que, entre los antiguos, han admitido la pluralidad en los elementos de la naturaleza. Hay otros que han considerado el todo como un ser único, pero difieren entre sí, ya por el mérito de la exposición, ya por la manera como han concebido la realidad. Con relación a la revista que estamos pasando a las causas, no tenemos necesidad de ocuparnos de ellos. En efecto, no hacen como algunos filósofos, que al establecer la existencia de una sustancia única, sacan sin embargo todas las cosas del seno de la unidad, considerada como materia; su doctrina es muy distinta. Estos físicos añaden el movimiento para producir el Universo, mientras que aquéllos pretenden que el Universo es inmóvil. He aquí todo lo que se encuentra en estos filósofos referente al objeto de nuestra indagación:

La unidad de Parménides parece ser la unidad racional, la de Meliso, por lo contrario, la unidad material, y por esta razón el primero representa la unidad como finita, y el segundo como infinita. Jenófanes, fundador de estas doctrinas (porque según se dice, Parménides fue su discípulo), no aclaró nada, ni al parecer dio explicaciones sobre la naturaleza de ninguna de estas dos unidades; tan sólo al dirigir sus miradas sobre el conjunto del cielo, ha dicho que la unidad es Dios. Repito que, en el examen que nos ocupa, debemos, como ya hemos dicho, prescindir de estos filósofos, por lo menos de los dos últimos, Jenófanes y Meliso, cuyas concepciones son verdaderamente bastante groseras. Con respecto a Parménides, parece que habla con un conocimiento más profundo de las cosas. Persuadido de que fuera del ser, el no ser es nada, admite que el ser es necesariamente uno, y que no hay ninguna otra cosa más que el ser; cuestión que hemos tratado detenidamente en la Física. Pero precisado a explicar las apariencias, a admitir la pluralidad que nos suministra los sentidos, al mismo tiempo que la unidad concebida por la razón, sienta, además del principio de la unidad, otras dos causas, otros dos principios, lo caliente y lo frío, que son el fuego y la tierra. De estos dos principios, atribuye el uno, lo caliente, al ser, y el otro, lo frío, al no ser.

He aquí los resultados de lo que hemos dicho, y lo que se puede inferir de los sistemas de los primeros filósofos con relación a los principios. Los más antiguos admiten un principio corporal, porque el agua y el fuego y las cosas análogas son cuerpos; en los unos, este principio corporal es único, y en los otros es múltiple; pero unos y otros lo consideran desde el punto de vista de la materia. Algunos, además de esta causa, admiten también la que produce el movimiento, causa única para los unos, doble para los otros. Sin embargo, hasta que apareció la escuela Itálica, los filósofos han expuesto muy poco sobre estos principios. Todo lo que puede decirse de ellos, como ya hemos manifestado, es que se sirven de dos causas, y que una de éstas, la del movimiento, se considera como única por los unos, como doble por los otros.

Los pitagóricos, ciertamente, han hablado también de dos principios. Pero han añadido lo siguiente, que exclusivamente les pertenece. El finito, el infinito y la unidad, no son, según ellos, naturalezas aparte, como lo son el fuego o la tierra o cualquier otro elemento análogo, sino que el infinito en sí y la unidad en sí son la sustancia misma de las cosas, a las que se atribuye la unidad y la infinitud; y por consiguiente, el número es la sustancia de todas las cosas. De esta manera se han explicado sobre las causas de que nos ocupamos. También comenzaron a ocuparse de la forma propia de las cosas y a definirla; pero en este punto su doctrina es demasiado imperfecta. Definían superficialmente; y el primer objeto a que convenía la definición dada, le consideraban como la esencia de la cosa definida, como si, por ejemplo, se creyese que lo doble y el número dos son una misma cosa, porque lo doble se encuentra desde luego en el número dos. Y ciertamente, dos y lo doble, no son la misma cosa en su esencia; porque entonces un ser único sería muchos seres, y ésta es la consecuencia del sistema pitagórico.

Tales son las ideas que pueden formarse de las doctrinas de los filósofos más antiguos y de sus sucesores.



Parte VI

A estas diversas filosofías siguió la de Platón de acuerdo las más veces con las doctrinas pitagóricas, pero que tiene también sus ideas propias, en las que se separa de la escuela Itálica. Platón, desde su juventud, se había familiarizado con Cratilo, su primer maestro, y efecto de esta relación era partidario de la opinión de Heráclito, según el que todos los objetos sensibles están en un flujo o cambio perpetuo, y no hay ciencia posible de estos objetos.

Más tarde conservó esta misma opinión. Por otra parte, discípulo de Sócrates, cuyos trabajos no abrazaron ciertamente más que la moral y de ninguna manera el conjunto de la naturaleza, pero que al tratar de la moral, se propuso lo general como objeto de sus indagaciones, siendo el primero que tuvo el pensamiento de dar definiciones, Platón, heredero de su doctrina, habituado a la indagación de lo general, creyó que sus definiciones debían recaer sobre otros seres que los seres sensibles, porque ¿cómo dar una definición común de los objetos sensibles que mudan continuamente? Estos seres los llamó Ideas, añadiendo que los objetos sensibles están fuera de las ideas, y reciben de ellas su nombre, porque en virtud de su participación en las ideas, todos los objetos de un mismo género reciben el mismo nombre que las ideas. La única mudanza que introdujo en la ciencia fue esta palabra, participación. Los pitagóricos dicen, en efecto, que los seres existen a imitación de los números; Platón que existen por participación en ellos. La diferencia es sólo de nombre. En cuanto a indagar en qué consiste esta participación o esta imitación de las ideas, es cosa de que no se ocuparon ni Platón ni los pitagóricos. Además, entre los objetos sensibles y las ideas, Platón admite seres intermedios, los seres matemáticos, distintos de los objetos sensibles, en cuanto son eternos e inmóviles, y distintos de las ideas, en cuanto son muchos de ellos semejantes, mientras que cada idea es la única de su especie.

Siendo las ideas causas de los demás seres, Platón consideró sus elementos como los elementos de todos los seres. Desde el punto de vista de la materia, los principios son lo grande y lo pequeño; desde el punto de vista de la esencia, es la unidad. Porque en tanto que las ideas tienen lo grande y lo pequeño por sustancia, y que por otra parte participan de la unidad, las ideas son los números. Sobre esto de ser la unidad la esencia por excelencia, y que ninguna otra cosa puede aspirar a este título, Platón está de acuerdo con los pitagóricos, así como lo está también en la de ser los números causas de la esencia de los otros seres. Pero reemplazar por una díada el infinito considerado como uno, y constituir el infinito de lo grande y de lo pequeño, he aquí lo que le es peculiar. Además coloca los números fuera de los objetos sensibles, mientras que los pitagóricos pretenden que los números son los objetos mismos, y no admiten los seres matemáticos como intermedios. Si, a diferencia de los pitagóricos, Platón colocó de esta suerte la unidad y los números fuera de las cosas e hizo intervenir las ideas, esto fue debido a sus estudios sobre los caracteres distintos de los seres, porque sus predecesores no conocían la Dialéctica. En cuanto a esta opinión, según la que es una díada el otro principio de las cosas, procede de que todos los números, a excepción de los impares, salen fácilmente de la díada, como de una materia común. Sin embargo, es distinto lo que sucede de como dice Platón, y su opinión no es razonable: porque hace una multitud de cosas con esta díada considerada como materia, mientras que una sola producción es debida a la idea. Pero en realidad, de una materia única sólo puede salir una sola mesa, mientras que el que produce la idea, la idea única, produce muchas mesas. Lo mismo puede decirse del macho con relación a la hembra; ésta puede ser fecundada por una sola unión, mientras que, por lo contrario, el macho fecunda muchas hembras. He aquí una imagen del papel que desempeñan los principios de que se trata.

Tal es la solución dada por Platón a la cuestión que nos ocupa; resultando evidentemente de lo que precede, que sólo se ha servido de dos causas: la esencia y la materia. En efecto, admite por una parte las ideas, causas de la esencia de los demás objetos, y la unidad, causa de las ideas; y por otra, una materia, una sustancia, a la que se aplican las ideas para constituir los seres sensibles, y la unidad para constituir las ideas. ¿Cuál es esta sustancia? Es la díada, lo grande y lo pequeño. Colocó también en uno de estos dos elementos la causa del bien, y en el otro la causa del mal; punto de vista que no ha sido más particularmente objeto de indagaciones de algunos filósofos anteriores, como Empédocles y Anaxágoras.



Parte VII

Acabamos de ver breve y sumariamente qué filósofos han hablado de los principios y de la verdad, y cuáles han sido sus sistemas. Este rápido examen es suficiente, sin embargo, para hacer ver que ninguno de los que han hablado de los principios y de las causas nos ha dicho nada que no pueda reducirse a las causas que hemos consignado nosotros en la Física, pero que todos, aunque oscuramente y cada uno por distinto rumbo, han vislumbrado alguna de ellas.

En efecto, unos hablan del principio material que suponen uno o múltiple, corporal o incorporal. Tales son por ejemplo, lo grande y lo pequeño de Platón, el infinito de la escuela Itálica, el fuego, la tierra, el agua y el aire de Empédocles, la infinidad de las homeomerías de Anaxágoras. Todos estos filósofos se refirieron evidentemente a este principio, y con ellos todos aquellos que admiten como principio el aire, el fuego, o el agua, o cualquiera otra cosa más densa que el fuego, pero más sutil que el aire, porque tal es, según algunos, la naturaleza del primer elemento. Estos filósofos sólo se han fijado en la causa material. Otros han hecho indagaciones sobre la causa del movimiento: aquellos, por ejemplo, que afirman como principios la Amistad y la Discordia, o la Inteligencia o el Amor. En cuanto a la forma, en cuanto a la esencia, ninguno de ellos ha tratado de ella de un modo claro y preciso. Los que mejor lo han hecho son los que han recurrido a las ideas y a los elementos de las ideas; porque no consideran las ideas y sus elementos, ni como la materia de los objetos sensibles, ni como los principios del movimiento. Las ideas, según ellos, son más bien causas de inmovilidad y de inercia. Pero las ideas suministran a cada una de las otras cosas su esencia, así como ellas la reciben de la unidad. En cuanto a la causa final de los actos, de los cambios, de los movimientos, nos hablan de alguna causa de este género, pero no le dan el mismo nombre que nosotros ni dicen en qué consisten. Los que admiten como principios la inteligencia o la amistad, dan a la verdad estos principios como una cosa buena, pero no sostienen que sean la causa final de la existencia o de la producción de ningún ser, y antes dicen, por lo contrario, que son las causas de sus movimientos. De la misma manera, los que dan este mismo carácter de principios a la unidad o al ser, los consideran como causas de la sustancia de los seres, y de ninguna manera como aquello en vista de lo cual existen y se producen las cosas. Y así dicen y no dicen, si puedo expresarme así, que el bien es una causa; mas el bien que mencionan no es el bien hablando en absoluto, sino accidentalmente.

La exactitud de lo que hemos dicho sobre las causas, su número, su naturaleza, está, pues, confirmada, al parecer, por el testimonio de todos estos filósofos y hasta por su impotencia para encontrar algún otro principio. Es evidente, además, que en la indagación de que vamos a ocuparnos, debemos considerar los principios, o bajo todos estos puntos de vista, o bajo alguno de ellos. Pero ¿cómo se ha expresado cada uno de estos filósofos?; y, ¿cómo han resuelto las dificultades que se relacionan con los principios? He aquí los puntos que vamos a examinar.



Aristóteles: Metafísica, Libro Cuarto, I a III

I

Hay una ciencia que estudia el ser en tanto que ser y los accidentes propios del ser. Esta ciencia es diferente de todas las ciencias particulares, porque ninguna de ellas estudia en general el ser en tanto que ser. Estas ciencias sólo tratan del ser desde cierto punto de vista, y sólo desde este punto de vista estudian sus accidentes; en este caso están las ciencias matemáticas. Pero puesto que indagamos los principios, las causas más elevadas, es evidente que estos principios deben de tener una naturaleza propia. Por tanto, si los que han indagado los elementos de los seres buscaban estos principios, debían necesariamente estudiar en tanto que seres. Por esta razón debemos nosotros también estudiar las causas primeras del ser en tanto que ser.

II

El ser se entiende de muchas maneras, pero estos diferentes sentidos se refieren a una sola cosa, a una misma naturaleza, no habiendo entre ellos sólo comunidad de nombre; mas así como por sano se entiende todo aquello que se refiere a la salud, lo que la conserva, lo que la produce, aquello de que es ella señal y aquello que la recibe; y así como por medicinal puede entenderse todo lo que se relaciona con la medicina, y significar ya aquellos que posee el arte de la medicina, o bien lo que es propio de ella, o finalmente lo que es obra suya, como acontece con la mayor parte de las cosas; en igual forma el ser tiene muchas significaciones, pero todas se refieren a un principio único. Tal cosa se llama ser, porque es una esencia; tal otra porque es una modificación de la esencia, porque es la dirección hacia la esencia, o bien es su destrucción, su privación, su cualidad, porque ella la produce, le da nacimiento, está en relación con ella; o bien, finalmente, porque ella es la negación del ser desde alguno de estos puntos de vista o de la esencia misma. En este sentido decimos que el no ser es, que él es el no ser. Todo lo comprendido bajo la palabra general de sano, es del dominio de una sola ciencia. Lo mismo sucede con todas las demás cosas: una sola ciencia estudia, no ya lo que comprende en sí mismo un objeto único, sino todo lo que se refiere a una sola naturaleza; pues en efecto, estos son, desde un punto de vista, atributos del objeto único de la ciencia.

Es, pues, evidente que una sola ciencia estudiará igualmente los seres en tanto que seres. Ahora bien, la ciencia tiene siempre por objeto propio lo que es primero, aquello de que todo lo demás depende, aquello que es la razón de la existencia de las demás cosas. Si la esencia está en este caso, será preciso que el filósofo posea los principios y las causas de las esencias. Pero no hay más que un conocimiento sensible, una sola ciencia para un solo género; y así una sola ciencia, la gramática, trata de todas las palabras; y de igual modo una sola ciencia general tratará de todas las especies del ser y de las subdivisiones de estas especies.

Si, por otra parte, el ser y la unidad son una misma cosa, si constituyen una sola naturaleza, puesto que se acompañan siempre mutuamente como principio y como causa, sin estar, sin embargo, comprendidos bajo una misma noción, importará poco que nosotros tratemos simultáneamente del ser y de la esencia; y hasta ésta será una ventaja. En efecto, un hombre, ser hombre y hombre, significan la misma cosa; nada se altera la expresión: el hombre es, por esta duplicación: el hombre es hombre o el hombre es un hombre. Es evidente que el ser no se separa de la unidad, ni en la producción ni en la destrucción. Asimismo la unidad nace y perece con el ser. Se ve claramente que la unidad no añade nada al ser por su adjunción y, por último, que la unidad no es cosa alguna fuera del ser.

Además la sustancia de cada cosa es una en sí y no accidentalmente. Y lo mismo sucede con la esencia. De suerte que tantas cuantas especies hay en la unidad, otras tantas especies correspondientes hay en el ser. Una misma ciencia tratará de lo que son en sí mismas estas diversas especies; estudiará, por ejemplo, la identidad y la semejanza, y todas las cosas de este género, así como sus opuestas; en una palabra, los contrarios; porque demostraremos en el examen de los contrarios que casi todos se reducen a este principio, la posición de la unidad con su contrario.

La filosofía constará además de tantas partes como esencias hay; y entre estas partes habrá necesariamente una primera, una segunda. La unidad y el ser se subdividen en géneros, unos anteriores y otros posteriores; y habrá tantas partes de la filosofía como subdivisiones hay.

El filósofo se encuentra, en efecto, en el mismo caso que el matemático. En las matemáticas hay partes; hay una primera, una segunda y así sucesivamente.

Una sola ciencia se ocupa de los opuestos, y la pluralidad es lo opuesto a la unidad; una sola y misma ciencia tratará de la negación y de la privación, porque en estos dos casos es tratar de la unidad, como que respecto de ella tiene lugar la negación o privación: privación simple, por ejemplo, cuando no se da la unidad en esto, o privación de la unidad en un género particular. La unidad tiene, por lo tanto, su contrario, lo mismo en la privación que en la negación: la negación es la ausencia de tal cosa particular: bajo la privación hay igualmente alguna naturaleza particular, de la que se dice que hay privación. Por otra parte, la pluralidad es, como hemos dicho, opuesta a la unidad. La ciencia de que se trata se ocupará de lo que es opuesto a las cosas de que hemos hablado: a saber, de la diferencia, de la desemejanza, de la desigualdad y de los demás modos de este género, considerados, o en sí mismos, o con relación a la unidad y a la pluralidad. Entre estos modos será preciso colocar también la contrariedad, porque la contrariedad es una diferencia, y la diferencia entra en lo desemejante. La unidad se entiende de muchas maneras: y por tanto estos diferentes modos se entenderán lo mismo; mas, sin embargo, pertenecerá a una sola ciencia el conocerlos todos. Porque no se refieren a muchas ciencias sólo porque se tomen en muchas acepciones. Si no fuesen modos de la unidad, si sus nociones no pudiesen referirse a la unidad, entonces pertenecerían a ciencias diferentes. Todo se refiere a algo que es primero; por ejemplo, todo lo que se dice uno, se refiere a la unidad primera. Lo mismo debe de suceder con la identidad y la diferencia, y sus contrarios. Cuando se ha examinado en particular en cuántas acepciones se toma una cosa, es indispensable referir luego estas diversas acepciones a lo que es primero en cada categoría del ser; es preciso ver cómo cada una de ellas se liga con la significación primera. Y así, ciertas cosas reciben el nombre de ser y de unidad, porque los tienen en sí mismas; otras porque los producen, y otras por alguna razón análoga. Es por tanto evidente, como hemos dicho en el planteamiento de las dificultades, que una sola ciencia debe tratar de la sustancia y sus diferentes modos; ésta era una de las cuestiones que nos habíamos propuesto.

El filósofo debe poder tratar todos estos puntos, porque si no perteneciera y fuera todo esto propio del filósofo, ¿quién ha de examinar, si Sócrates y Sócrates sentado son la misma cosa; si la unidad es opuesta a la unidad; qué es la oposición; de cuántas maneras debe entenderse, y una multitud de cuestiones de este género? Puesto que los modos, de que hemos hablado, son modificaciones propias de la unidad en tanto que unidad, del ser en tanto que ser, y no en tanto que números, líneas o fuego, es evidente que nuestra ciencia deberá estudiarlos en su esencia y en sus accidentes. El error de los que hablan de ellos no consiste en ocuparse de seres extraños a la filosofía, y sí en no decir nada de la esencia, la cual es anterior a estos modos. Así como el número en tanto que número tiene modos propios, por ejemplo, el impar, el par, la conmensurabilidad, la igualdad, el aumento, la disminución, modos todos ya del número en sí, ya de los números en sus recíprocas relaciones y lo mismo que el sólido, al mismo tiempo que puede estar inmóvil o en movimiento, ser pesado o ligero, tiene también sus modos propios, en igual forma el ser en tanto que ser tiene ciertos modos particulares, y estos modos son objeto de las investigaciones del filósofo. La prueba de esto es que las indagaciones de los dialécticos y de los sofistas, que se disfrazan con el traje del filósofo, porque la sofística no es otra cosa que la apariencia de la filosofía, y los dialécticos disputan, sobre todo, tales indagaciones, digo, son todas ellas relativas al ser. Si se ocupan de estos modos de ser, es evidentemente porque son del dominio de la filosofía, como que la dialéctica y la sofística se agitan en el mismo círculo de ideas que la filosofía. Pero la filosofía difiere de la una por los efectos que produce, y de la otra por el género de vida que impone. La dialéctica trata de conocer, la filosofía conoce; en cuanto a la sofística, no es más que una ciencia aparente y sin realidad.

Hay en los contrarios dos series opuestas, una de las cuales es la privación, y todos los contrarios pueden reducirse al ser y al no ser, a la unidad y a la pluralidad. El reposo, por ejemplo, pertenece a la unidad, el movimiento a la pluralidad. Por lo demás, casi todos los filósofos están de acuerdo en decir que los seres y la sustancia están formados de contrarios. Todos dicen que los principios son contrarios, adoptando los unos el impar y el par, otros lo caliente y lo frío, otros lo finito y lo infinito, otros la Amistad y la Discordia. Todos sus demás principios se reducen, al parecer, como aquellos a la unidad y la pluralidad. Admitamos que efectivamente se reducen a esto. En tal caso, la unidad y la pluralidad son, en cierto modo, géneros bajo los cuales vienen a colocarse sin excepción alguna los principios reconocidos por los filósofos que nos han precedido151. De aquí resulta evidentemente que una sola ciencia debe ocuparse del ser en tanto que ser, porque todos los seres son o contrarios o compuestos de contrarios; y los principios de los contrarios son la unidad y la pluralidad, las cuales entran en una misma ciencia, sea que se apliquen o, como probablemente debe decirse con más verdad, que no se aplique cada una de ellas a una naturaleza única. Aunque la unidad se tome en diferentes acepciones, todos estos diferentes sentidos se refieren, sin embargo, a la unidad primitiva. Lo mismo sucede respecto a los contrarios; y por esta razón, aun no concediendo que el ser y la unidad son algo de universal que se encuentra igualmente en todos los individuos o que se da fuera de los individuos (y quizá152 no estén separados realmente de ellos), será siempre exacto que ciertas cosas se refieren a la unidad, y otras se derivan de la unidad.

Por consiguiente, no es al geómetra a quien toca153 estudiar lo contrario, lo perfecto, el ser, la unidad, la identidad, lo diferente; él habrá de limitarse a reconocer la existencia de estos principios.

Por lo tanto, es muy claro que pertenece a una ciencia única estudiar el ser en tanto que ser, y los modos del ser en tanto que ser; y esta ciencia es una ciencia teórica, no sólo de las sustancias, sino también de sus modos, de los mismos de que acabamos de hablar, y también de la prioridad y de la posterioridad, del género y de la especie, del todo y de la parte, y de las demás cosas análogas.

III

Ahora tenemos que examinar si el estudio de lo que en las matemáticas se llama axiomas y el de la esencia, dependen de una ciencia única o de ciencias diferentes. Es evidente que este doble examen es objeto de una sola ciencia, y que esta ciencia es la filosofía. En efecto, los axiomas abrazan sin excepción todo lo que existe, y no tal o cual género de seres tomados aparte, con exclusión de los demás. Todas las ciencias se sirven de los axiomas, porque se aplican al ser en tanto que ser, y el objeto de toda ciencia es el ser. Pero no se sirven de ellos sino en la medida que basta a su propósito, es decir, en cuanto lo permiten los objetos sobre que recaen sus demostraciones. Y así, puesto que existen en tanto que seres en todas las cosas, porque este es su carácter común, al que conoce el ser en tanto que ser, es a quien pertenece el examen de los axiomas.

Por esta razón, ninguno de los que se ocupan de las ciencias parciales, ni el geómetra, ni el aritmético intentan demostrar ni la verdad ni la falsedad de los axiomas; y sólo exceptúo algunos de los físicos, por entrar esta indagación en su asunto. Los físicos son, en efecto, los únicos que han pretendido abrazar, en una sola ciencia, la naturaleza toda y el ser. Pero como hay algo superior a los seres físicos, porque los seres físicos no son más que un género particular del ser, al que trate de lo universal y de la sustancia primera es al quien pertenecerá igualmente estudiar este algo. La física es, verdaderamente, una especie de filosofía, pero no es la filosofía primera.