26 de abril de 2012

ELECTIVO Teoría del Conocimiento La historia falaz: Qué es y cómo se hace?

La historia falaz: Qué es y cómo se hace?
¿Qué es una historia falaz?

Este trabajo se realiza en parejas.

Un juego en el que integramos creatividad, sentido del humor y conocimiento de las falacias informales o formales. Te pido que inventes una historia -puede ser un diálogo, una poesía, un cuento, una dramatización, etc. - en la que sus personajes dialogan cometiendo errores argumentativos que provocan ilaridad en los lectores de la historia.


Criterios de Evalaución

El relato será evaluado según los siguientes criterios:
1. Se ha presentado por escrito o ha sido publicado en este mismo blog sin faltas de ortografía y bien redactado.
2. Tiene un título sugerente.
3. Incluiye un ejemplo de cada una de las falacias informales definidas por Llorenç Vallmajó en su artículo “Falacias lógicas” (cfr: http://www.xtec.es/~lvallmaj/preso/fal-log2.htm) (si lo deseas puedes incluir también en la historia ejemplos de falacias formales)
4. Contiene detalles creativos o descripciones que contribuyen al goce del lector.
5. Posee una clara caracterización de los personajes además de una presentación, un nudo dramático y un desenlace.
6. Tiene un mínimo de dos páginas (tamaño carta, interlineado simple, letra tamaño 12)
7. El autor señala entre paréntesis el nombre de la falacia que se está utilizando), por. Ej. “Es que usted no puede escuchar la declaración de ese tipo porque es un antipático” (Falacia Ad hominem).

¡Manos a la obra!

ELECTIVO Teoría del Conocimiento Taller de aplicación "Teoría del conocimiento y epistemología"

Crea un ejemplo para cada perspectiva metafísica, así como para cada actitud gnoseológica, corriente y fuentes gnosceológicas.

24 de abril de 2012

CUARTOS MEDIOS Selección de textos y Taller de Aplicación Los primeros pensadores - Physiólogos o presocráticos

I. Selección de Textos de Heráclito y Parménides



Habla Parménides:

- "Los corceles me arrastran, tan lejos como el ánimo anhela, me
llevaron. Y una vez que en el renombrado camino de la Diosa me
hubieron puesto, que lleva al varón sapiente a través de los poblados,
por allí me condujeron. Por allí me llevaban los hábiles corceles
tirando del carruaje; las doncellas indicaban el camino".
Habla la diosa:
"Pues bien, yo te diré -cuida tu de la palabra escuchada- las únicas
vías de indagación que se echan de ver. La primera, que es y que no es
posible no ser, de persuasión es sendero (pues a la verdad sigue). La
otra, que no es y que es necesario no ser, un sendero, te digo,
enteramente impracticable. Pues no conocerías lo no ente (no es
hacedero) ni decirlo podrías en palabras". (Frag. II) (…) Pero mira:
lo ausente está a la vez firmemente presente para el noûs,  porque [el
noûs] no apuntará lo ente de su conexión con lo ente, ni disperso por
todas partes y de todos lo modos según un orden, ni reunido en sólida
consistencia."
 Parménides, Poema, Proemio, frag. I, 1-5; II y IV.

Habla Heráclito:

"Todo sucede según discordia" (8). 
"Sobre quienes se bañan en los mismos ríos afluyen aguas distintas y otras distintas" (12).
"Uno, lo único sabio, quiere y no quiere ser llamado con el nombre de Zeus" (32). 
 "Cuando se escucha, no a mí, sino al logos, es sabio convenir en que todas las cosas son una" (50). 
"Como una misma cosa está en nosotros los viviente y lo muerto, así como lo despierto y lo dormido, lo joven y lo viejo; pues éstos, al cambiar, son aquéllos, y aquéllos,al cambiar, son éstos" (88).
 "A la naturaleza le place ocultarse" (123).
 "Es necesario que los que hablan con inteligencia confíen en lo común a todos, tal como un Estado en su ley, y con mucha mayor confianza aún; en efecto, todas las leyes se nutren de una sola, la divina" (114).

Heráclito, Fragmentos, extraídos de  Los filósofos
presocráticos
de C. Eggers y V. Juliá,  Gredos, Madrid, 1978.

II. Taller de aplicación "Los primeros pensadores de la physis".

Anaxágoras
Pitágoras
Thales
Heráclito
Parménides
Demócrito

a. ¿Qué tienen en común estos physiólogos o pensadores presocráticos?
b. ¿Qué arché postuló cada uno de estos pensadores y porqué lo postuló?
c. ¿Qué críticas puedes hace a cada uno de ellos desde tu propio saber científico y filosófico?


22 de abril de 2012

TERCEROS MEDIOS Biografía de Sigmund Freud y algunos elementos fundamentales de su teoría psicoanalítica

http://www.youtube.com/watch?v=-y5FVhBvy1w Parte I
http://www.youtube.com/watch?v=19bw95tXRZI Parte II
http://www.youtube.com/watch?v=_pqP_li2CcU&feature=relmfu Parte III
http://www.youtube.com/watch?v=19bw95tXRZI Parte IV
http://www.youtube.com/watch?v=8jLEbwLBdGM Parte V

Para ir profundizando en la relación entre neurociencias y psicoanálisis (optativo), la conferencia de Miquel Bassols  "Las neurociencias y el sujeto del inconsciente"

http://www.youtube.com/watch?v=JcFGnqJICAM

17 de abril de 2012

CUARTOS MEDIOS Textos y pretextos de apoyo para la Unidad "El paso del Mythos al Logos"



1. Contexto histórico según K. Sagan
http://www.youtube.com/watch?v=WLSklddFFDY&feature=fvsr

2. Para pensar el sentido de la Filosofía: El mito de Penia y Poros, tomado de Banquete de Platón:

—Pero estás conforme en que el Amor desea las cosas bellas y buenas, y que el deseo es una señal de privación.

—En efecto, estoy conforme en eso.
—¿Cómo entonces, repuso Diotima, es posible que el Amor sea un dios, estando privado de lo que es bello y bueno?
—Eso, a lo que parece, no puede ser en manera alguna.
—¿No ves, por consiguiente, que también tú piensas que el Amor no es un dios?
—¡Pero qué!, la respondí, ¿es que el Amor es mortal?
—De ninguna, manera.
—Pero, en fin, Diotima, dime qué es. [338]
—Es, como dije antes, una cosa intermedia entre lo mortal y lo inmortal.
—¿Pero qué es por último?
—Un gran demonio, Sócrates; porque todo demonio ocupa un lugar intermedio entre los dioses y los hombres.
—¿Cuál es, la dije, la función propia de un demonio?
—La de ser intérprete y medianero entre los dioses y los hombres; llevar al cielo las súplicas y los sacrificios de estos últimos, y comunicar a los hombres las órdenes de los dioses y la remuneración de los sacrificios que les han ofrecido. Los demonios llenan el intervalo que separa el cielo de la tierra; son el lazo que une al gran todo. De ellos procede toda la esencia adivinatoria y el arte de los sacerdotes con relación a los sacrificios, a los misterios, a los encantamientos, a las profecías y a la magia. La naturaleza divina como no entra nunca en comunicación directa con el hombre, se vale de los demonios para relacionarse y conversar con los hombres, ya durante la vigilia, ya durante el sueño. El que es sabio en todas estas cosas es demoníaco{18}; y el que es hábil en todo lo demás, en las artes y oficios, es un simple operario. Los demonios son muchos y de muchas clases, y el Amor es uno de ellos.
—¿A qué padres debe su nacimiento? pregunté a Diotima.
—Voy a decírtelo, respondió ella, aunque la historia es larga.

Cuando el nacimiento de Venus, hubo entre los dioses un gran festín, en el que se encontraba, entre otros, Poros{19} hijo de Metis{20}. Después de la comida, Penia{21} se puso a la puerta, para mendigar algunos [339] desperdicios. En este momento, Poros, embriagado con el néctar (porque aún no se hacia uso del vino), salió de la sala, y entró en el jardín de Júpiter, donde el sueño no tardó en cerrar sus cargados ojos. entonces, Penia, estrechada por su estado de penuria, se propuso tener un hijo de Poros. fue a acostarse con él, y se hizo madre del Amor. Por esta razón el Amor se hizo el compañero y servidor de Venus, porque fue concebido el mismo día en que ella nació; además de que el Amor ama naturalmente la belleza y Venus es bella. Y ahora, como hijo de Poros y de Penia, he aquí cuál fue su herencia. Por una parte es siempre pobre, y lejos de ser bello y delicado, como se cree generalmente, es flaco, desaseado, sin calzado, sin domicilio, sin más lecho que la tierra, sin tener con qué cubrirse, durmiendo a la luna, junto a las puertas o en las calles; en fin, lo mismo que su madre, está siempre peleando con la miseria. Pero, por otra parte, según el natural de su padre, siempre está a la pista de lo que es bello y bueno, es varonil, atrevido, perseverante, cazador hábil; ansioso de saber, siempre maquinando algún artificio, aprendiendo con facilidad, filosofando sin cesar; encantador, mágico, sofista. Por naturaleza no es ni mortal ni inmortal, pero en un mismo día aparece floreciente y lleno de vida, mientras está, en la abundancia, y después se extingue para volver a revivir, a causa de la naturaleza paterna. Todo lo que adquiere lo disipa sin cesar, de suerte que nunca es rico ni pobre. Ocupa un término medio entre la sabiduría y la ignorancia, porque ningún dios filosofa, ni desea hacerse sabio, puesto que la sabiduría es aneja a la naturaleza divina, y en general el que es sabio no filosofa. Lo mismo sucede con los ignorantes; ninguno de ellos filosofa, ni desea hacerse sabio, porque la ignorancia produce precisamente el pésimo efecto de persuadir a los que no son bellos, ni buenos, ni sabios, de que poseen estas [340] cualidades; porque ninguno desea las cosas de que se cree provisto.
—Pero, Diotima, ¿quiénes son los que filosofan, si no son ni los sabios, ni los ignorantes?
—Hasta los niños saben, dijo ella, que son los que ocupan un término medio entre los ignorantes y los sabios, y el Amor es de este número. La sabiduría es una de las cosas más bellas del mundo, y como el Amor ama lo que es bello, es preciso concluir que el Amor es amante de la sabiduría, es decir, filósofo; y como tal se halla en un medio entre el sabio y el ignorante. A su nacimiento lo debe, porque es hijo de un padre sabio y rico, y de una madre que no es ni rica ni sabia. Tal es, mi querido Sócrates, la naturaleza de este demonio. En cuanto a la idea que tú te formabas, no es extraño que te haya ocurrido, porque creías, por lo que pude conjeturar en vista de tus palabras, que el Amor es lo que es amado y no lo que ama. he aquí, a mi parecer, por qué el Amor te parecía muy bello, porque lo amable es la belleza real, la gracia, la perfección y el soberano bien. Pero lo que ama es de otra naturaleza distinta como acabo de explicar.



3. Para pensar lo propio de "Lo sagrado" o "Mítico", la selección de textos entregada en clases. Se las copio aquí:

Selección de textos sobre Lo sagrado
Colegio San Ignacio
Filosofía
Cuartos Medios 2012

Prof. Valentina Carrozzi
Segunda Unidad. “El paso del Mythos al Logos”
Primera selección de Textos

Texto 1
“Toda revelación de lo sagrado, cualquiera que sea el plano en que tenga lugar, se convierte en histórica por el simple hecho de que el hombre la conozca.”[1]
Texto 2
“Lo sagrado se manifiesta conforme a las leyes de su dialéctica propia y esta manifestación se impone al hombre desde fuera. Suponer que es el hombre el que elige los lugares sagrados equivale a hacer inexplicable la continuidad de los espacios sagrados”[2]
Texto 3
“’Santificar una cosa en su corazón’ significa distinguirla por el sentimiento de un pavor peculiarísimo, que no se confunde con ninguna otra clase de pavor; significa valorarla mediante la categoría de lo numinoso.”[3]
Texto 4
“La experiencia mística es la experiencia de relación perfecta, completa. Ya no hay demandas insatisfechas, ya no hay temor a perder algo, ni siquiera el propio ser, porque esas demandas y esos temores, el propio acabamiento, se ponen en relación con lo que ya es todo lo que tiene o puede ser: la Vida. Cuando el ser de cada cual brilla en su unicidad, cuando todo se destaca como parte de una unidad desbordante de sentido, sólo podemos dar gracias y sentir que lo que se nos ha dado es, justamente, un don, un obsequio, suficiente. En momentos como estos no concibo discordancias y tengo sólo un decir: el decir del Misterio”[4]
Texto 5
“Creer en un Dios quiere decir comprender el sentido de la vida. Creer en un Dios quiere decir ver que con los hechos del mundo no basta. Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene un sentido.”[5]
Texto 6
“[La actitud mística es una] actitud reflexiva en que la persona ya no se relaciona más con sus metas y no-metas, sino con el universo y con el ser propio de los otros entes.”[6]
Texto 7
“INTRODUCCIÓN
La resonancia mundial del libro de Rudolf Otto Das Heilige (1917) está en la memoria de todos. Su éxito se debió sin duda a la novedad y a la originalidad de su perspectiva. En vez de estudiar las ideas de Dios y de religión, Rudolf Otto analizaba las modalidades de la experiencia religiosa. Dotado de una gran penetración psicológica y con una doble preparación de teólogo e historiador de las religiones, logró extraer su contenido y sus caracteres específicos.
Dejando de lado el aspecto racional y especulativo de la religión, iluminaba vigorosamente el lado irracional. Otto había leído a Lutero y había comprendido lo que significaba para un creyente el «Dios vivo». No era el Dios de los filósofos, el Dios de un Erasmo; no era una idea, una noción abstracta, una simple alegoría moral. Se trataba de un poder terrible, manifestado en la «cólera» divina.
En su libro, Rudolf Otto se esfuerza por reconocer los caracteres de esta experiencia terrorífica e irracional. Descubre el sentimiento de espanto ante lo sagrado, ante ese mysterium tremendum, ante esa maiestas que emana una aplastante superioridad de poderío; descubre el temor religioso ante elmysterium fascinans, donde se despliega la plenitud perfecta del ser. Otto designa todas estas experiencias como numinosas (del latín numen, «dios»), como provocadas que son por la revelación de un aspecto de la potencia divina. Lo numinoso se singulariza como una cosa ganz andere, como algo radical y totalmente diferente: no se parece a nada humano ni cósmico; ante ello, el hombre experimenta el sentimiento de su nulidad, de «no ser más que una criatura», de no ser, para expresarse en las palabras de Abraham al dirigirse al Señor, más que «ceniza y polvo» (Génesis, XVIII, 27).
Lo sagrado se manifiesta siempre como una realidad de un orden totalmente diferente al de las realidades «naturales». El lenguaje puede expresar ingenuamente lo tremendum, o la maiestas, o el mysterium fascinans con términos tomados del ámbito natural o de la vida espiritual profana del hombre.
Pero esta terminología analógica se debe precisamente a la incapacidad humana para expresar lo ganz andere: el lenguaje se reduce a sugerir todo lo que rebasa la experiencia natural del hombre con términos tomados de ella.
Después de cuarenta años, los análisis de R. Otto conservan aún su valor; el lector sacará provecho leyéndolos y meditándolos. Pero, en las páginas que siguen, nos situamos en otra perspectiva. Querríamos presentar el fenómeno de lo sagrado en toda su complejidad, y no sólo en lo que tiene de irracional.
No es la relación entre los elementos no-racional y racional de la religión lo que nos interesa, sino lo sagrado en su totalidad. Ahora bien: la primera definición que puede darse de lo sagrado es la de que se opone a lo profano. Las páginas que siguen tienen por meta el ilustrar y precisar esa oposición entre lo sagrado y lo profano.


CUANDO SE MANIFIESTA LO SAGRADO
El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano. Para denominar el acto de esa manifestación de lo sagrado hemos propuesto el término dehierofanía, que es cómodo, puesto que no implica ninguna precisión suplementaria: no expresa más que lo que está implícito en su contenido etimológico, es decir, que algo sagrado se nos muestra. Podría decirse que la historia de las religiones, de las más primitivas a las más elaboradas, está constituida por una acumulación de hierofanías, por las manifestaciones de las realidades sacras. De la hierofanía más elemental (por ejemplo, la manifestación de lo sagrado en un objeto cualquiera, una piedra o un árbol) hasta la hierofanía suprema, que es, para un cristiano, la encarnación de Dios en Jesucristo, no existe solución de continuidad. Se trata siempre del mismo acto misterioso: la manifestación de algo «completamente diferente», de una realidad que no pertenece a nuestro mundo, en objetos que forman parte integrante de nuestro mundo «natural», «profano».
El occidental moderno experimenta cierto malestar ante ciertas formas de manifestación de lo sagrado: le cuesta trabajo aceptar que, para determinados seres humanos, lo sagrado pueda manifestarse en las piedras o en los árboles. Pues, como se verá en seguida, no se trata de la veneración de una piedra o de un árbol por si mismos. La piedra sagrada, el árbol sagrado no son adorados en cuanto tales; lo son precisamente por el hecho de ser hierofanías, por el hecho de «mostrar» algo que ya no es ni piedra ni árbol, sino lo sagrado,loganz andere.
Nunca se insistirá lo bastante sobre la paradoja que constituye toda hierofanía, incluso la más elemental. Al manifestar lo sagrado, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo, pues continúa participando del medio cósmico circundante. Una piedra sagrada sigue siendo una piedra;aparentemente (con más exactitud: desde un punto de vista profano) nada la distingue de las demás piedras. Para quienes aquella piedra se revela como sagrada, su realidad inmediata se transmuta, por el contrario, en realidad sobrenatural. En otros términos: para aquellos que tienen una experiencia religiosa, la Naturaleza en su totalidad es susceptible de revelarse como sacralidad cósmica. El Cosmos en su totalidad puede convertirse en una hierofanía.
El hombre de las sociedades arcaicas tiene tendencia a vivir lo más posible enlo sagrado o en la intimidad de los objetos consagrados. Esta tendencia es comprensible: para los «primitivos» como para el hombre de todas las sociedades pre-modernas, lo sagrado equivale a la potencia y, en definitiva, a la realidad por excelencia. Lo sagrado está saturado de ser. Potencia sagrada quiere decir a la vez realidad, perennidad y eficacia. La oposición sacro/profano se traduce a menudo como una oposición entre real e irreal o pseudoreal.
Entendámonos: no hay que esperar reencontrar en las lenguas arcaicas esta terminología filosófica: real, irreal, etc.; pero la cosa está ahí. Es, pues, natural que el hombre religioso desee profundamente ser, participar en la realidad,saturarse de poder. Cómo se esfuerza el hombre religioso por mantenerse el mayor tiempo posible en un universo sagrado; cómo se presenta su experiencia total de la vida en relación con la experiencia del hombre privado de sentimiento religioso, del hombre que vive, o desea vivir, en un mundo desacralizado: tal es el tema que dominará las páginas siguientes. Digamos de antemano que el mundo profano en su totalidad, el Cosmos completamente desacralizado, es un descubrimiento reciente del espíritu humano. No es de nuestra incumbencia el mostrar por qué procesos históricos y a consecuencia de qué modificaciones de comportamiento espiritual ha desacralizado el hombre moderno su mundo y asumido una existencia profana. Baste únicamente con dejar constancia aquí del hecho de que la desacralización caracteriza la experiencia total del hombre no-religioso de las sociedades modernas; del hecho de que, por consiguiente, este último se resiente de una dificultad cada vez mayor para reencontrar las dimensiones existenciales del hombre religioso de las sociedades arcaicas.


DOS MODOS DE SER EN EL MUNDO
Se medirá el abismo que separa las dos modalidades de experiencias, sagrada y profana, al leer las discusiones sobre el espacio sagrado y la construcción ritual de la morada humana, sobre las variedades de la experiencia religiosa del Tiempo, sobre las relaciones del hombre religioso con la Naturaleza y el mundo de los utensilios, sobre la consagración de la vida misma del hombre y la sacralidad de que pueden revestirse sus funciones vitales (alimentos, sexualidad, trabajo, etc.). Bastará con recordar en qué se han convertido para el hombre moderno arreligioso la ciudad o la casa, la Naturaleza, los utensilios o el trabajo, para captar a lo vivo lo que le distingue de un hombre perteneciente a las sociedades arcaicas o incluso de un campesino de la Europa cristiana. Para la conciencia moderna, un acto fisiológico: la alimentación, la sexualidad, etc., no es más que un proceso orgánico, cualquiera que sea el número de tabús que le inhiban aún (reglas de comportamiento en la mesa, límites impuestos al comportamiento sexual por las «buenas costumbres»). Pero para el «primitivo» un acto tal no es nunca simplemente fisiológico; es, o puede llegar a serlo, un «sacramento», una comunión con lo sagrado.
El lector se dará cuenta en seguida de que lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el hombre a lo largo de su historia. Estos modos de ser en el Mundo no interesan sólo a la historia de las religiones o a la sociología, no constituyen un mero objeto de estudios históricos, sociológicos, etnológicos.
En última instancia, los modos de ser sagrado y profano dependen de las diferentes posiciones que el hombre ha conquistado en el Cosmos; interesan por igual al filósofo que al hombre indagador ávido de conocer las dimensiones posibles de la existencia humana.
Por eso, a pesar de su condición de historiador de las religiones, el autor de este librito no se propone escribir exclusivamente desde la perspectiva de su disciplina. El hombre de las sociedades tradicionales es, por supuesto, unhomo religiosus, pero su comportamiento se inscribe en el comportamiento general del hombre y, por consiguiente, interesa a la antropología filosófica, a la fenomenología y a la psicología.
Para resaltar mejor las notas específicas de la existencia en un mundo susceptible de convertirse en sagrado no vacilaremos en citar ejemplos tomados de un gran número de religiones, pertenecientes a épocas y culturas diferentes. [...]
HOMOGENEIDAD ESPACIAL E HIEROFANIA
Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo; presenta roturas, escisiones: hay porciones de espacio cualitativamente diferentes de las otras: «No te acerques aquí —dice el Señor a Moisés—, quítate el calzado de tus pies; pues el lugar donde te encuentras es una tierra santa» (Éxodo, III, 5). Hay, pues, un espacio sagrado y, por consiguiente, «fuerte», significativo, y hay otros espacios no consagrados y, por consiguiente, sin estructura ni consistencia; en una palabra: amorfos. Más aún: para el hombre religioso esta ausencia de homogeneidad espacial se traduce en la experiencia de una oposición entre el espacio sagrado, el único que es real, que existe realmente, y todo el resto, la extensión informe que le rodea. Digamos acto seguido que la experiencia religiosa de la no-homogeneidad del espacio constituye una experiencia primordial, equiparable a una «fundación del mundo». No se trata de especulación teológica, sino de una experiencia religiosa primaria, anterior a toda reflexión sobre el mundo. Es la ruptura operada en el espacio lo que permite la constitución del mundo, pues es dicha ruptura lo que descubre el «punto fijo», el eje central de toda orientación futura. Desde el momento en que lo sagrado se manifiesta en una hierofanía cualquiera no sólo se da una rupturaen la homogeneidad del espacio, sino también la revelación de una realidad absoluta, que se opone a la no-realidad de la inmensa extensión circundante. La manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el Mundo. En la extensión homogénea e infinita, donde no hay posibilidad de hallar demarcación alguna, en la que no se puede efectuar ninguna orientación, la hierofanía revela un «punto fijo» absoluto, un «Centro».
Se ve, pues, en qué medida el descubrimiento, es decir, la revelación del espacio sagrado, tiene un valor existencial para el hombre religioso: nada puede comenzar, hacerse, sin una orientación previa, y toda orientación implica la adquisición de un punto fijo. Por esta razón el hombre religioso se ha esforzado por establecerse en el «Centro del Mundo». Para vivir en el Mundo hay quefundarlo, y ningún mundo puede nacer en el «caos» de la homogeneidad y de la relatividad del espacio profano. El descubrimiento o la proyección de un punto fijo —el Centro— equivale a la Creación del Mundo; en seguida unos ejemplos vendrán a mostrar con la mayor claridad el valor cósmico de la orientación ritual y de la construcción del espacio sagrado. Por el contrario, para la experiencia profana, el espacio es homogéneo y neutro: ninguna ruptura diferencia cualitativamente las diversas partes de su masa. El espacio geométrico puede ser señalado y delimitado en cualquier dirección posible, mas ninguna diferenciación cualitativa, ninguna orientación es dada por su propia estructura. Evidentemente, es preciso no confundir el concepto del espacio geométrico, homogéneo y neutro, con la experiencia del espacio «profano», que se opone a la experiencia del espacio sagrado y que es la única que interesa a nuestro propósito. El concepto del espacio homogéneo y la historia de este concepto (pues ya lo había adquirido el pensamiento filosófico y científico desde la antigüedad) constituye un problema muy distinto, que no abordamos. Lo que interesa a nuestra investigación es la experiencia del espacio tal como la vive el hombre noreligioso, el hombre que rechaza la sacralidad del Mundo, que asume únicamente una existencia «profana», depurada de todo presupuesto religioso.
Inmediatamente se impone añadir que una existencia profana de semejante índole jamás se encuentra en estado puro. Cualquiera que sea el grado de desacralización del Mundo al que haya llegado, el hombre que opta por una vida profana no logra abolir del todo el comportamiento religioso. Habremos de ver que incluso la existencia más desacralizada sigue conservando vestigios de una valoración religiosa del Mundo.
De momento dejemos de lado este aspecto del problema y ciñámonos a comparar las dos experiencias en cuestión: la del espacio sagrado y la del espacio profano. Recuérdense las implicaciones de la primera: la revelación de un espacio sagrado permite obtener «un punto fijo», orientarse en la homogeneidad caótica, «fundar el Mundo» y vivir realmente. Por el contrario, la experiencia profana mantiene la homogeneidad y, por consiguiente, la relatividad del espacio. Toda orientación verdadera desaparece, pues el «punto fijo» no goza ya de un estatuto ontológico único: aparece y desaparece según las necesidades cotidianas. A decir verdad, ya no hay «Mundo», sino tan sólo fragmentos de un universo roto, la masa amorfa de una infinidad de «lugares» más o menos neutros en los que se mueve el hombre bajo el imperio de las obligaciones de toda existencia integrada en una sociedad industrial.
Y, sin embargo, en esta experiencia del espacio profano siguen interviniendo valores que recuerdan más o menos la no-homogeneidad que caracteriza la experiencia religiosa del espacio. Subsisten lugares privilegiados, cualitativamente diferentes de los otros: el paisaje natal, el paraje de los primeros amores, una calle o un rincón de la primera ciudad extranjera visitada en la juventud. Todos estos lugares conservan, incluso para el hombre más declaradamente no-religioso, una cualidad excepcional, «única»: son los «lugares santos» de su Universo privado, tal como si este ser noreligioso hubiera tenido la revelación de otra realidad distinta de la que participa en su existencia cotidiana.
No perdamos de vista este ejemplo de comportamiento «cripto-religioso» del hombre profano. Habremos de tener ocasión de volvernos a encontrar con otras ilustraciones de esta especie de degradación y de desacralización de valores y comportamientos religiosos. Más adelante nos daremos cuenta de su significación profunda.

TEOFANIA Y SIGNOS
Para poner en evidencia la no-homogeneidad del espacio, tal como la vive el hombre religioso, se puede recurrir a un ejemplo trivial: una iglesia en una ciudad moderna. Para un creyente esta iglesia participa de otro espacio diferente al de la calle donde se encuentra. La puerta que se abre hacia el interior de la iglesia señala una solución de continuidad. El umbral que separa los dos espacios indica al propio tiempo la distancia entre los dos modos de ser: profano y religioso. El umbral es a la vez el hito, la frontera, que distingue y opone dos mundos y el lugar paradójico donde dichos mundos se comunican, donde se puede efectuar el tránsito del mundo profano al mundo sagrado. Una función ritual análoga corresponde por derecho propio al umbral de las habitaciones humanas, y por ello goza de tanta consideración. Son muchos los ritos que acompañan al franqueamiento del umbral doméstico. Se le hacen reverencias o prosternaciones, se le toca piadosamente con la mano, etc. El umbral tiene sus «guardianes»: dioses y espíritus que defienden la entrada, tanto de la malevolencia de los hombres, cuanto de las potencias demoníacas y pestilenciales. Es en el umbral donde se ofrecen sacrificios a las divinidades tutelares. Asimismo es ahí donde ciertas culturas paleo-orientales (Babilonia, Egipto, Israel) situaban el juicio. El umbral, la puerta, muestran de un modo inmediato y concreto la solución de continuidad del espacio; de ahí su gran importancia religiosa, pues son a la vez símbolos y vehículos del tránsito. Desde este momento se comprende por qué la iglesia participa de un espacio radicalmente distinto al de las aglomeraciones humanas que la circundan. En el interior del recinto sagrado queda trascendido el mundo profano. En los niveles más arcaicos de cultura esta posibilidad de trascendencia se expresa por las diferentes imágenes de una abertura: allí, en el recinto sagrado, se hace posible la comunicación con los dioses; por consiguiente, debe existir una «puerta» hacia lo alto por la que puedan los dioses descender a la Tierra y subir el hombre simbólicamente al Cielo. Hemos de ver en seguida que tal ha sido el caso de múltiples religiones. El templo constituye, propiamente hablando, una «abertura» hacia lo alto y asegura la comunicación con el mundo de los dioses.
Todo espacio sagrado implica una hierofanía, una irrupción de lo sagrado que tiene por efecto destacar un territorio del medio cósmico circundante y el de hacerlo cualitativamente diferente. Cuando, en Jarán, Jacob vio en sueños la escala que alcanzaba el Cielo y por la cual los ángeles subían y bajaban, y escuchó en lo alto al Señor, que decía: «Yo soy el Eterno, el Dios de Abraham», se despertó sobrecogido de temor y exclamó: «¡Qué terrible es este lugar! Es aquí donde está la casa de Dios. Es aquí donde está la puerta de los Cielos.» Y cogió la piedra que le servía de almohada y la erigió en monumento y derramó aceite sobre su extremo. Llamó a este lugar Bethel, es decir, «Casa de Dios» (Génesis, XXVIII, 12-19). El simbolismo contenido en la expresión «Puerta de los Cielos» es rico y complejo: la teofanía consagra un lugar por el hecho mismo de hacerlo «abierto» hacia lo alto, es decir, comunicante con el Cielo, punto paradójico de tránsito de un modo de ser a otro. Pronto encontraremos ejemplos todavía más precisos: santuarios que son «Puertas de los Cielos», lugares de tránsito entre el Cielo y la Tierra.
A menudo ni siquiera se precisa una teofanía o una hierofanía propiamente dichas: un signo cualquiera basta para indicar la sacralidad del lugar. «Según la leyenda, el morabito que fundó El-Hemel se detuvo, a finales del siglo XVI, para pasar la noche cerca de la fuente y clavó un bastón en el suelo. A la mañana siguiente, al querer cogerlo de nuevo para proseguir su camino, encontró que había echado raíces y que de él habían brotado retoños. En ello vio el indicio de la voluntad de Dios y estableció su morada en aquel lugar». Y es que el signo portador de significación religiosa introduce un elemento absoluto y pone fin a la relatividad y a la confusión. Algo que no pertenece a este mundo se manifiesta de manera apodíctica y, al hacerlo así, señala una orientación o decide una conducta.
Cuando no se manifiesta ningún signo en los alrededores, se provoca su aparición. Se practica, por ejemplo, una especie de evocatio sirviéndose de animales: son ellos los que muestran qué lugar es susceptible de acoger al santuario o al pueblo. Se trata, en suma, de una evocación de fuerzas o figuras sagradas, que tiene como fin inmediato la orientación en la homogeneidad del espacio. Se pide un signo para poner fin a la tensión provocada por la relatividad y a la ansiedad que alimenta la desorientación; en una palabra: para encontrar un punto de apoyo absoluto. Un ejemplo: se persigue a un animal salvaje, y en el lugar donde se le abate se erige el santuario, o bien se da suelta a un animal doméstico —un toro, por ejemplo— , pasados unos días se va en su búsqueda y se le sacrifica en el lugar donde se le encuentra. A continuación se erigirá un altar y alrededor de este altar se construirá el pueblo. En todos estos casos son los animales los que revelan la sacralidad del lugar: los hombres, según eso, no tienen libertad para elegir el emplazamiento sagrado. No hacen sino buscarlo y descubrirlo mediante la ayuda de signos misteriosos. Este puñado de ejemplos nos ha mostrado los diferentes medios por los cuales recibe el hombre religioso la revelación de un lugar sagrado. En cada uno de estos casos, las hierofanías anulan la homogeneidad del espacio y revelan un «punto fijo». Pero, habida cuenta de que el hombre religioso no puede vivir sino en una atmósfera impregnada de lo sagrado, es de esperar la existencia de multitud de técnicas para consagrar el espacio. Según hemos visto, lo sagrado es lo real por excelencia, y a la vez potencia, eficiencia, fuente de vida y de fecundidad. El deseo del hombre religioso de vivir en lo sagrado equivale, de hecho, a su afán de situarse en la realidad objetiva, de no dejarse paralizar por la realidad sin fin de las experiencias puramente subjetivas, de vivir en un mundo real y eficiente y no en una ilusión. Tal comportamiento se verifica en todos los planos de su existencia, pero se evidencia sobre todo en el deseo del hombre religioso de moverse en un mundo santificado, es decir, en un espacio sagrado. Esta es la razón que ha conducido a elaborar técnicas de orientación, las cuales, propiamente hablando, son técnicas de construcción del espacio sagrado. Mas no se debe creer que se trata de un trabajo humano, que es su propio esfuerzo lo que permite al hombre consagrar un espacio. En realidad, el ritual por el cual construye un espacio sagrado es eficiente en la medida que reproduce la obra de los dioses. Pero para comprender mejor la necesidad de construir ritualmente el espacio sagrado hay que hacer cierto hincapié en la concepción tradicional del «Mundo». Inmediatamente se adquirirá conciencia de que todo «mundo» es para el hombre religioso un «mundo sagrado».

CAOS Y COSMOS
Lo que caracteriza a las sociedades tradicionales es la oposición que tácitamente establecen entre su territorio habitado y el espacio desconocido e indeterminado que les circunda: el primero es el «Mundo» (con mayor precisión: «nuestro mundo»), el Cosmos; el resto ya no es un Cosmos, sino una especie de «otro mundo», un espacio extraño, caótico, poblado de larvas, de demonios, de «extranjeros» (asimilados, por lo demás, a demonios o a los fantasmas). A primera vista, esta ruptura en el espacio parece debida a la oposición entre un territorio habitado y organizado; por tanto, «cosmizado», y el espacio desconocido que se extiende allende sus fronteras: de un lado se tiene un «Cosmos», del otro, un «Caos». Pero se verá que, si todo territorio habitado es un Cosmos, lo es precisamente por haber sido consagrado previamente, por ser, de un modo u otro, obra de los dioses, o por comunicar con el mundo de éstos. El «Mundo» (es decir, «nuestro mundo») es un universo en cuyo interior se ha manifestado ya lo sagrado y en el que, por consiguiente, se ha hecho posible y repetible la ruptura de niveles.
Todo esto se desprende con meridiana claridad del ritual védico de toma de posesión de un territorio: la posesión adquiere validez legal por la erección de un altar del fuego consagrado a Agni: «Se dice que está instalado cuando se ha construido un altar de fuego (garha-patya), y todos los que construyen el altar de fuego quedan legalmente establecidos» (çatapatha Bráhamana, VI, i, I,1-4). Por la erección del altar del fuego, Agni se hace presente y la comunicación con el mundo de los dioses queda asegurada: el espacio del altar se convierte en un espacio sagrado. Con todo, la significación del ritual es mucho más compleja, y si se tienen en cuenta todas sus articulaciones, se comprende el porqué la consagración de un territorio equivale a su cosmización. En efecto, la erección de un altar a Agni no es sino la reproducción, a escala microcósmica, de la Creación. El agua en la que se amasa la arcilla se asimila al Agua primordial; la arcilla que sirve de base al altar simboliza la Tierra; las paredes laterales representan la Atmósfera, etc. Y la construcción se acompaña de cánticos que proclaman explícitamente qué región cósmica se acaba de crear(çatapatha Bráhamana, I, ix, 2, 29, etc.). En una palabra: la erección de un altar del fuego, lo único que da validez a la toma de posesión de un territorio, equivale a una cosmogonía. Un territorio desconocido, extranjero, sin ocupar (lo que quiere decir con frecuencia: sin ocupar por «los nuestros»), continúa participando de la modalidad fluida y larvaria del «Caos». Al ocuparlo y, sobre todo, al instalarse en él, el hombre lo transforma simbólicamente en Cosmos por una repetición ritual de la cosmogonía. Lo que ha de convertirse en «nuestro mundo» tiene que haber sido «creado» previamente, y toda creación tiene un modelo ejemplar: la Creación del Universo por los dioses. Los colonos escandinavos, cuando tomaron posesión de Islandia (land-náma) y la roturaron, no consideraban esta empresa ni como una obra original, ni como un trabajo humano y profano. Para ellos, su labor no era más que la repetición de un acto primordial: la transformación del Caos en Cosmos por el acto divino de la Creación. Al trabajar la tierra desértica, repetían simplemente el acto de los dioses que habían organizado el Caos dándole una estructura, formas y normas. Trátese de roturar una tierra inculta o de conquistar y de ocupar un territorio ya habitado por «otros» seres humanos: la toma de posesión ritual debe en uno u otro caso repetir la cosmogonía. En la perspectiva de las sociedades arcaicas, todo lo que no es «nuestro mundo» no es todavía «mundo». No puede hacer uno «suyo» un territorio si no le crea de nuevo, es decir, si no le consagra. Este comportamiento religioso con respecto a las tierras desconocidas se prolongó, incluso en Occidente, hasta la aurora misma de los tiempos modernos. Los «conquistadores» españoles y portugueses tomaban posesión, en nombre de Jesucristo, de los territorios que habían descubierto y conquistado. La erección de la Cruz consagraba la comarca, equivalía, en cierto modo, a un «nuevo nacimiento»: por Cristo, «las cosas viejas han pasado ; he aquí que todas las cosas se han hecho nuevas» (IICorintios, 17). El país recién descubierto quedaba «renovado», «recreado» por la Cruz.[7]

Referencias de los textos

[1] ELIADE, Mircea; Tratado de historia de las religiones. Ediciones Cristiandad, Madrid, 1984, p.253.
[2] Ibidem, p.151.
[3]OTTO, Rudolf; Lo santo. Sobre lo racional e irracional en la idea de Dios, Alianza, Madrid, 1998, p.16
[4] CARROZZI, Valentina; Educación: Apertura al Misterio, la medida del medir, UB, Santiago de Chile, 2012, p. 165.
[5] WITTGENSTEIN; Luvdig; Diario filosófico, EDAF, Madrid, 2002, p. 316.
[6] TUGENDHAT, Ernst; Co-herencia Revista de humanidades, “Sobre religión”, nº6, Vol. 4, Enero – Junio de 2007, Universidad EAFIT, Medellín, p. 15.
[7] ELIADE. Mircea; Lo sagrado y lo profano; Guadarrama/Punto Omega, México, 1981, pp. 5- 22



2 de abril de 2012

CUARTOS MEDIOS Selección de textos sobre Lo sagrado

Colegio San Ignacio
Filosofía
Cuartos Medios 2012
Prof. Valentina Carrozzi
Segunda Unidad. “El paso del Mythos al Logos”
Primera selección de Textos


Texto 1

“Toda revelación de lo sagrado, cualquiera que sea el plano en que tenga lugar, se convierte en histórica por el simple hecho de que el hombre la conozca.”[1]

Texto 2

“Lo sagrado se manifiesta conforme a las leyes de su dialéctica propia y esta manifestación se impone al hombre desde fuera. Suponer que es el hombre el que elige los lugares sagrados equivale a hacer inexplicable la continuidad de los espacios sagrados”[2]

Texto 3

“’Santificar una cosa en su corazón’ significa distinguirla por el sentimiento de un pavor peculiarísimo, que no se confunde con ninguna otra clase de pavor; significa valorarla mediante la categoría de lo numinoso.”[3]

Texto 4

“La experiencia mística es la experiencia de relación perfecta, completa. Ya no hay demandas insatisfechas, ya no hay temor a perder algo, ni siquiera el propio ser, porque esas demandas y esos temores, el propio acabamiento, se ponen en relación con lo que ya es todo lo que tiene o puede ser: la Vida. Cuando el ser de cada cual brilla en su unicidad, cuando todo se destaca como parte de una unidad desbordante de sentido, sólo podemos dar gracias y sentir que lo que se nos ha dado es, justamente, un don, un obsequio, suficiente. En momentos como estos no concibo discordancias y tengo sólo un decir: el decir del Misterio”[4]

Texto 5

“Creer en un Dios quiere decir comprender el sentido de la vida. Creer en un Dios quiere decir ver que con los hechos del mundo no basta. Creer en Dios quiere decir ver que la vida tiene un sentido.”[5]

Texto 6

“[La actitud mística es una] actitud reflexiva en que la persona ya no se relaciona más con sus metas y no-metas, sino con el universo y con el ser propio de los otros entes.”[6]
Texto 7
“INTRODUCCIÓN
La resonancia mundial del libro de Rudolf Otto Das Heilige (1917) está en la memoria de todos. Su éxito se debió sin duda a la novedad y a la originalidad de su perspectiva. En vez de estudiar las ideas de Dios y de religión, Rudolf Otto analizaba las modalidades de la experiencia religiosa. Dotado de una gran penetración psicológica y con una doble preparación de teólogo e historiador de las religiones, logró extraer su contenido y sus caracteres específicos.
Dejando de lado el aspecto racional y especulativo de la religión, iluminaba vigorosamente el lado irracional. Otto había leído a Lutero y había comprendido lo que significaba para un creyente el «Dios vivo». No era el Dios de los filósofos, el Dios de un Erasmo; no era una idea, una noción abstracta, una simple alegoría moral. Se trataba de un poder terrible, manifestado en la «cólera» divina.
En su libro, Rudolf Otto se esfuerza por reconocer los caracteres de esta experiencia terrorífica e irracional. Descubre el sentimiento de espanto ante lo sagrado, ante ese mysterium tremendum, ante esa maiestas que emana una aplastante superioridad de poderío; descubre el temor religioso ante el mysterium fascinans, donde se despliega la plenitud perfecta del ser. Otto designa todas estas experiencias como numinosas (del latín numen, «dios»), como provocadas que son por la revelación de un aspecto de la potencia divina. Lo numinoso se singulariza como una cosa ganz andere, como algo radical y totalmente diferente: no se parece a nada humano ni cósmico; ante ello, el hombre experimenta el sentimiento de su nulidad, de «no ser más que una criatura», de no ser, para expresarse en las palabras de Abraham al dirigirse al Señor, más que «ceniza y polvo» (Génesis, XVIII, 27).
Lo sagrado se manifiesta siempre como una realidad de un orden totalmente diferente al de las realidades «naturales». El lenguaje puede expresar ingenuamente lo tremendum, o la maiestas, o el mysterium fascinans con términos tomados del ámbito natural o de la vida espiritual profana del hombre.
Pero esta terminología analógica se debe precisamente a la incapacidad humana para expresar lo ganz andere: el lenguaje se reduce a sugerir todo lo que rebasa la experiencia natural del hombre con términos tomados de ella.
Después de cuarenta años, los análisis de R. Otto conservan aún su valor; el lector sacará provecho leyéndolos y meditándolos. Pero, en las páginas que siguen, nos situamos en otra perspectiva. Querríamos presentar el fenómeno de lo sagrado en toda su complejidad, y no sólo en lo que tiene de irracional.
No es la relación entre los elementos no-racional y racional de la religión lo que nos interesa, sino lo sagrado en su totalidad. Ahora bien: la primera definición que puede darse de lo sagrado es la de que se opone a lo profano. Las páginas que siguen tienen por meta el ilustrar y precisar esa oposición entre lo sagrado y lo profano.
CUANDO SE MANIFIESTA LO SAGRADO
El hombre entra en conocimiento de lo sagrado porque se manifiesta, porque se muestra como algo diferente por completo de lo profano. Para denominar el acto de esa manifestación de lo sagrado hemos propuesto el término de hierofanía, que es cómodo, puesto que no implica ninguna precisión suplementaria: no expresa más que lo que está implícito en su contenido etimológico, es decir, que algo sagrado se nos muestra. Podría decirse que la historia de las religiones, de las más primitivas a las más elaboradas, está constituida por una acumulación de hierofanías, por las manifestaciones de las realidades sacras. De la hierofanía más elemental (por ejemplo, la manifestación de lo sagrado en un objeto cualquiera, una piedra o un árbol) hasta la hierofanía suprema, que es, para un cristiano, la encarnación de Dios en Jesucristo, no existe solución de continuidad. Se trata siempre del mismo acto misterioso: la manifestación de algo «completamente diferente», de una realidad que no pertenece a nuestro mundo, en objetos que forman parte integrante de nuestro mundo «natural», «profano».
El occidental moderno experimenta cierto malestar ante ciertas formas de manifestación de lo sagrado: le cuesta trabajo aceptar que, para determinados seres humanos, lo sagrado pueda manifestarse en las piedras o en los árboles. Pues, como se verá en seguida, no se trata de la veneración de una piedra o de un árbol por si mismos. La piedra sagrada, el árbol sagrado no son adorados en cuanto tales; lo son precisamente por el hecho de ser hierofanías, por el hecho de «mostrar» algo que ya no es ni piedra ni árbol, sino lo sagrado,lo ganz andere.
Nunca se insistirá lo bastante sobre la paradoja que constituye toda hierofanía, incluso la más elemental. Al manifestar lo sagrado, un objeto cualquiera se convierte en otra cosa sin dejar de ser él mismo, pues continúa participando del medio cósmico circundante. Una piedra sagrada sigue siendo una piedra; aparentemente (con más exactitud: desde un punto de vista profano) nada la distingue de las demás piedras. Para quienes aquella piedra se revela como sagrada, su realidad inmediata se transmuta, por el contrario, en realidad sobrenatural. En otros términos: para aquellos que tienen una experiencia religiosa, la Naturaleza en su totalidad es susceptible de revelarse como sacralidad cósmica. El Cosmos en su totalidad puede convertirse en una hierofanía.
El hombre de las sociedades arcaicas tiene tendencia a vivir lo más posible en lo sagrado o en la intimidad de los objetos consagrados. Esta tendencia es comprensible: para los «primitivos» como para el hombre de todas las sociedades pre-modernas, lo sagrado equivale a la potencia y, en definitiva, a la realidad por excelencia. Lo sagrado está saturado de ser. Potencia sagrada quiere decir a la vez realidad, perennidad y eficacia. La oposición sacro/profano se traduce a menudo como una oposición entre real e irreal o pseudoreal.
Entendámonos: no hay que esperar reencontrar en las lenguas arcaicas esta terminología filosófica: real, irreal, etc.; pero la cosa está ahí. Es, pues, natural que el hombre religioso desee profundamente ser, participar en la realidad, saturarse de poder. Cómo se esfuerza el hombre religioso por mantenerse el mayor tiempo posible en un universo sagrado; cómo se presenta su experiencia total de la vida en relación con la experiencia del hombre privado de sentimiento religioso, del hombre que vive, o desea vivir, en un mundo desacralizado: tal es el tema que dominará las páginas siguientes. Digamos de antemano que el mundo profano en su totalidad, el Cosmos completamente desacralizado, es un descubrimiento reciente del espíritu humano. No es de nuestra incumbencia el mostrar por qué procesos históricos y a consecuencia de qué modificaciones de comportamiento espiritual ha desacralizado el hombre moderno su mundo y asumido una existencia profana. Baste únicamente con dejar constancia aquí del hecho de que la desacralización caracteriza la experiencia total del hombre no-religioso de las sociedades modernas; del hecho de que, por consiguiente, este último se resiente de una dificultad cada vez mayor para reencontrar las dimensiones existenciales del hombre religioso de las sociedades arcaicas.
DOS MODOS DE SER EN EL MUNDO
Se medirá el abismo que separa las dos modalidades de experiencias, sagrada y profana, al leer las discusiones sobre el espacio sagrado y la construcción ritual de la morada humana, sobre las variedades de la experiencia religiosa del Tiempo, sobre las relaciones del hombre religioso con la Naturaleza y el mundo de los utensilios, sobre la consagración de la vida misma del hombre y la sacralidad de que pueden revestirse sus funciones vitales (alimentos, sexualidad, trabajo, etc.). Bastará con recordar en qué se han convertido para el hombre moderno arreligioso la ciudad o la casa, la Naturaleza, los utensilios o el trabajo, para captar a lo vivo lo que le distingue de un hombre perteneciente a las sociedades arcaicas o incluso de un campesino de la Europa cristiana. Para la conciencia moderna, un acto fisiológico: la alimentación, la sexualidad, etc., no es más que un proceso orgánico, cualquiera que sea el número de tabús que le inhiban aún (reglas de comportamiento en la mesa, límites impuestos al comportamiento sexual por las «buenas costumbres»). Pero para el «primitivo» un acto tal no es nunca simplemente fisiológico; es, o puede llegar a serlo, un «sacramento», una comunión con lo sagrado.
El lector se dará cuenta en seguida de que lo sagrado y lo profano constituyen dos modalidades de estar en el mundo, dos situaciones existenciales asumidas por el hombre a lo largo de su historia. Estos modos de ser en el Mundo no interesan sólo a la historia de las religiones o a la sociología, no constituyen un mero objeto de estudios históricos, sociológicos, etnológicos.
En última instancia, los modos de ser sagrado y profano dependen de las diferentes posiciones que el hombre ha conquistado en el Cosmos; interesan por igual al filósofo que al hombre indagador ávido de conocer las dimensiones posibles de la existencia humana.
Por eso, a pesar de su condición de historiador de las religiones, el autor de este librito no se propone escribir exclusivamente desde la perspectiva de su disciplina. El hombre de las sociedades tradicionales es, por supuesto, un homo religiosus, pero su comportamiento se inscribe en el comportamiento general del hombre y, por consiguiente, interesa a la antropología filosófica, a la fenomenología y a la psicología.
Para resaltar mejor las notas específicas de la existencia en un mundo susceptible de convertirse en sagrado no vacilaremos en citar ejemplos tomados de un gran número de religiones, pertenecientes a épocas y culturas diferentes. [...]
HOMOGENEIDAD ESPACIAL E HIEROFANIA
Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo; presenta roturas, escisiones: hay porciones de espacio cualitativamente diferentes de las otras: «No te acerques aquí —dice el Señor a Moisés—, quítate el calzado de tus pies; pues el lugar donde te encuentras es una tierra santa» (Éxodo, III, 5). Hay, pues, un espacio sagrado y, por consiguiente, «fuerte», significativo, y hay otros espacios no consagrados y, por consiguiente, sin estructura ni consistencia; en una palabra: amorfos. Más aún: para el hombre religioso esta ausencia de homogeneidad espacial se traduce en la experiencia de una oposición entre el espacio sagrado, el único que es real, que existe realmente, y todo el resto, la extensión informe que le rodea. Digamos acto seguido que la experiencia religiosa de la no-homogeneidad del espacio constituye una experiencia primordial, equiparable a una «fundación del mundo». No se trata de especulación teológica, sino de una experiencia religiosa primaria, anterior a toda reflexión sobre el mundo. Es la ruptura operada en el espacio lo que permite la constitución del mundo, pues es dicha ruptura lo que descubre el «punto fijo», el eje central de toda orientación futura. Desde el momento en que lo sagrado se manifiesta en una hierofanía cualquiera no sólo se da una ruptura en la homogeneidad del espacio, sino también la revelación de una realidad absoluta, que se opone a la no-realidad de la inmensa extensión circundante. La manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el Mundo. En la extensión homogénea e infinita, donde no hay posibilidad de hallar demarcación alguna, en la que no se puede efectuar ninguna orientación, la hierofanía revela un «punto fijo» absoluto, un «Centro».
Se ve, pues, en qué medida el descubrimiento, es decir, la revelación del espacio sagrado, tiene un valor existencial para el hombre religioso: nada puede comenzar, hacerse, sin una orientación previa, y toda orientación implica la adquisición de un punto fijo. Por esta razón el hombre religioso se ha esforzado por establecerse en el «Centro del Mundo». Para vivir en el Mundo hay que fundarlo, y ningún mundo puede nacer en el «caos» de la homogeneidad y de la relatividad del espacio profano. El descubrimiento o la proyección de un punto fijo —el Centro— equivale a la Creación del Mundo; en seguida unos ejemplos vendrán a mostrar con la mayor claridad el valor cósmico de la orientación ritual y de la construcción del espacio sagrado. Por el contrario, para la experiencia profana, el espacio es homogéneo y neutro: ninguna ruptura diferencia cualitativamente las diversas partes de su masa. El espacio geométrico puede ser señalado y delimitado en cualquier dirección posible, mas ninguna diferenciación cualitativa, ninguna orientación es dada por su propia estructura. Evidentemente, es preciso no confundir el concepto del espacio geométrico, homogéneo y neutro, con la experiencia del espacio «profano», que se opone a la experiencia del espacio sagrado y que es la única que interesa a nuestro propósito. El concepto del espacio homogéneo y la historia de este concepto (pues ya lo había adquirido el pensamiento filosófico y científico desde la antigüedad) constituye un problema muy distinto, que no abordamos. Lo que interesa a nuestra investigación es la experiencia del espacio tal como la vive el hombre noreligioso, el hombre que rechaza la sacralidad del Mundo, que asume únicamente una existencia «profana», depurada de todo presupuesto religioso.
Inmediatamente se impone añadir que una existencia profana de semejante índole jamás se encuentra en estado puro. Cualquiera que sea el grado de desacralización del Mundo al que haya llegado, el hombre que opta por una vida profana no logra abolir del todo el comportamiento religioso. Habremos de ver que incluso la existencia más desacralizada sigue conservando vestigios de una valoración religiosa del Mundo.
De momento dejemos de lado este aspecto del problema y ciñámonos a comparar las dos experiencias en cuestión: la del espacio sagrado y la del espacio profano. Recuérdense las implicaciones de la primera: la revelación de un espacio sagrado permite obtener «un punto fijo», orientarse en la homogeneidad caótica, «fundar el Mundo» y vivir realmente. Por el contrario, la experiencia profana mantiene la homogeneidad y, por consiguiente, la relatividad del espacio. Toda orientación verdadera desaparece, pues el «punto fijo» no goza ya de un estatuto ontológico único: aparece y desaparece según las necesidades cotidianas. A decir verdad, ya no hay «Mundo», sino tan sólo fragmentos de un universo roto, la masa amorfa de una infinidad de «lugares» más o menos neutros en los que se mueve el hombre bajo el imperio de las obligaciones de toda existencia integrada en una sociedad industrial.
Y, sin embargo, en esta experiencia del espacio profano siguen interviniendo valores que recuerdan más o menos la no-homogeneidad que caracteriza la experiencia religiosa del espacio. Subsisten lugares privilegiados, cualitativamente diferentes de los otros: el paisaje natal, el paraje de los primeros amores, una calle o un rincón de la primera ciudad extranjera visitada en la juventud. Todos estos lugares conservan, incluso para el hombre más declaradamente no-religioso, una cualidad excepcional, «única»: son los «lugares santos» de su Universo privado, tal como si este ser noreligioso hubiera tenido la revelación de otra realidad distinta de la que participa en su existencia cotidiana.
No perdamos de vista este ejemplo de comportamiento «cripto-religioso» del hombre profano. Habremos de tener ocasión de volvernos a encontrar con otras ilustraciones de esta especie de degradación y de desacralización de valores y comportamientos religiosos. Más adelante nos daremos cuenta de su significación profunda.
TEOFANIA Y SIGNOS
Para poner en evidencia la no-homogeneidad del espacio, tal como la vive el hombre religioso, se puede recurrir a un ejemplo trivial: una iglesia en una ciudad moderna. Para un creyente esta iglesia participa de otro espacio diferente al de la calle donde se encuentra. La puerta que se abre hacia el interior de la iglesia señala una solución de continuidad. El umbral que separa los dos espacios indica al propio tiempo la distancia entre los dos modos de ser: profano y religioso. El umbral es a la vez el hito, la frontera, que distingue y opone dos mundos y el lugar paradójico donde dichos mundos se comunican, donde se puede efectuar el tránsito del mundo profano al mundo sagrado. Una función ritual análoga corresponde por derecho propio al umbral de las habitaciones humanas, y por ello goza de tanta consideración. Son muchos los ritos que acompañan al franqueamiento del umbral doméstico. Se le hacen reverencias o prosternaciones, se le toca piadosamente con la mano, etc. El umbral tiene sus «guardianes»: dioses y espíritus que defienden la entrada, tanto de la malevolencia de los hombres, cuanto de las potencias demoníacas y pestilenciales. Es en el umbral donde se ofrecen sacrificios a las divinidades tutelares. Asimismo es ahí donde ciertas culturas paleo-orientales (Babilonia, Egipto, Israel) situaban el juicio. El umbral, la puerta, muestran de un modo inmediato y concreto la solución de continuidad del espacio; de ahí su gran importancia religiosa, pues son a la vez símbolos y vehículos del tránsito. Desde este momento se comprende por qué la iglesia participa de un espacio radicalmente distinto al de las aglomeraciones humanas que la circundan. En el interior del recinto sagrado queda trascendido el mundo profano. En los niveles más arcaicos de cultura esta posibilidad de trascendencia se expresa por las diferentes imágenes de una abertura: allí, en el recinto sagrado, se hace posible la comunicación con los dioses; por consiguiente, debe existir una «puerta» hacia lo alto por la que puedan los dioses descender a la Tierra y subir el hombre simbólicamente al Cielo. Hemos de ver en seguida que tal ha sido el caso de múltiples religiones. El templo constituye, propiamente hablando, una «abertura» hacia lo alto y asegura la comunicación con el mundo de los dioses.
Todo espacio sagrado implica una hierofanía, una irrupción de lo sagrado que tiene por efecto destacar un territorio del medio cósmico circundante y el de hacerlo cualitativamente diferente. Cuando, en Jarán, Jacob vio en sueños la escala que alcanzaba el Cielo y por la cual los ángeles subían y bajaban, y escuchó en lo alto al Señor, que decía: «Yo soy el Eterno, el Dios de Abraham», se despertó sobrecogido de temor y exclamó: «¡Qué terrible es este lugar! Es aquí donde está la casa de Dios. Es aquí donde está la puerta de los Cielos.» Y cogió la piedra que le servía de almohada y la erigió en monumento y derramó aceite sobre su extremo. Llamó a este lugar Bethel, es decir, «Casa de Dios» (Génesis, XXVIII, 12-19). El simbolismo contenido en la expresión «Puerta de los Cielos» es rico y complejo: la teofanía consagra un lugar por el hecho mismo de hacerlo «abierto» hacia lo alto, es decir, comunicante con el Cielo, punto paradójico de tránsito de un modo de ser a otro. Pronto encontraremos ejemplos todavía más precisos: santuarios que son «Puertas de los Cielos», lugares de tránsito entre el Cielo y la Tierra.
A menudo ni siquiera se precisa una teofanía o una hierofanía propiamente dichas: un signo cualquiera basta para indicar la sacralidad del lugar. «Según la leyenda, el morabito que fundó El-Hemel se detuvo, a finales del siglo XVI, para pasar la noche cerca de la fuente y clavó un bastón en el suelo. A la mañana siguiente, al querer cogerlo de nuevo para proseguir su camino, encontró que había echado raíces y que de él habían brotado retoños. En ello vio el indicio de la voluntad de Dios y estableció su morada en aquel lugar». Y es que el signo portador de significación religiosa introduce un elemento absoluto y pone fin a la relatividad y a la confusión. Algo que no pertenece a este mundo se manifiesta de manera apodíctica y, al hacerlo así, señala una orientación o decide una conducta.
Cuando no se manifiesta ningún signo en los alrededores, se provoca su aparición. Se practica, por ejemplo, una especie de evocatio sirviéndose de animales: son ellos los que muestran qué lugar es susceptible de acoger al santuario o al pueblo. Se trata, en suma, de una evocación de fuerzas o figuras sagradas, que tiene como fin inmediato la orientación en la homogeneidad del espacio. Se pide un signo para poner fin a la tensión provocada por la relatividad y a la ansiedad que alimenta la desorientación; en una palabra: para encontrar un punto de apoyo absoluto. Un ejemplo: se persigue a un animal salvaje, y en el lugar donde se le abate se erige el santuario, o bien se da suelta a un animal doméstico —un toro, por ejemplo— , pasados unos días se va en su búsqueda y se le sacrifica en el lugar donde se le encuentra. A continuación se erigirá un altar y alrededor de este altar se construirá el pueblo. En todos estos casos son los animales los que revelan la sacralidad del lugar: los hombres, según eso, no tienen libertad para elegir el emplazamiento sagrado. No hacen sino buscarlo y descubrirlo mediante la
ayuda de signos misteriosos. Este puñado de ejemplos nos ha mostrado los diferentes medios por los cuales recibe el hombre religioso la revelación de un lugar sagrado. En cada uno de estos casos, las hierofanías anulan la homogeneidad del espacio y revelan un «punto fijo». Pero, habida cuenta de que el hombre religioso no puede vivir sino en una atmósfera impregnada de lo sagrado, es de esperar la existencia de multitud de técnicas para consagrar el espacio. Según hemos visto, lo sagrado es lo real por excelencia, y a la vez potencia, eficiencia, fuente de vida y de fecundidad. El deseo del hombre religioso de vivir en lo sagrado equivale, de hecho, a su afán de situarse en la realidad objetiva, de no dejarse paralizar por la realidad sin fin de las experiencias puramente subjetivas, de vivir en un mundo real y eficiente y no en una ilusión. Tal comportamiento se verifica en todos los planos de su existencia, pero se evidencia sobre todo en el deseo del hombre religioso de moverse en un mundo santificado, es decir, en un espacio sagrado. Esta es la razón que ha conducido a elaborar técnicas de orientación, las cuales, propiamente hablando, son técnicas de construcción del espacio sagrado. Mas no se debe creer que se trata de un trabajo humano, que es su propio esfuerzo lo que permite al hombre consagrar un espacio. En realidad, el ritual por el cual construye un espacio sagrado es eficiente en la medida que reproduce la obra de los dioses. Pero para comprender mejor la necesidad de construir ritualmente el espacio sagrado hay que hacer cierto hincapié en la concepción tradicional del «Mundo». Inmediatamente se adquirirá conciencia de que todo «mundo» es para el hombre religioso un «mundo sagrado».
CAOS Y COSMOS
Lo que caracteriza a las sociedades tradicionales es la oposición que tácitamente establecen entre su territorio habitado y el espacio desconocido e indeterminado que les circunda: el primero es el «Mundo» (con mayor precisión: «nuestro mundo»), el Cosmos; el resto ya no es un Cosmos, sino una especie de «otro mundo», un espacio extraño, caótico, poblado de larvas, de demonios, de «extranjeros» (asimilados, por lo demás, a demonios o a los fantasmas). A primera vista, esta ruptura en el espacio parece debida a la oposición entre un territorio habitado y organizado; por tanto, «cosmizado», y el espacio desconocido que se extiende allende sus fronteras: de un lado se tiene un «Cosmos», del otro, un «Caos». Pero se verá que, si todo territorio habitado es un Cosmos, lo es precisamente por haber sido consagrado previamente, por ser, de un modo u otro, obra de los dioses, o por comunicar con el mundo de éstos. El «Mundo» (es decir, «nuestro mundo») es un universo en cuyo interior se ha manifestado ya lo sagrado y en el que, por consiguiente, se ha hecho posible y repetible la ruptura de niveles.
Todo esto se desprende con meridiana claridad del ritual védico de toma de posesión de un territorio: la posesión adquiere validez legal por la erección de un altar del fuego consagrado a Agni: «Se dice que está instalado cuando se ha construido un altar de fuego (garha-patya), y todos los que construyen el altar de fuego quedan legalmente establecidos» (çatapatha Bráhamana, VI, i, I,1-4). Por la erección del altar del fuego, Agni se hace presente y la comunicación con el mundo de los dioses queda asegurada: el espacio del altar se convierte en un espacio sagrado. Con todo, la significación del ritual es mucho más compleja, y si se tienen en cuenta todas sus articulaciones, se comprende el porqué la consagración de un territorio equivale a su cosmización. En efecto, la erección de un altar a Agni no es sino la reproducción, a escala microcósmica, de la Creación. El agua en la que se amasa la arcilla se asimila al Agua primordial; la arcilla que sirve de base al altar simboliza la Tierra; las paredes laterales representan la Atmósfera, etc. Y la construcción se acompaña de cánticos que proclaman explícitamente qué región cósmica se acaba de crear (çatapatha Bráhamana, I, ix, 2, 29, etc.). En una palabra: la erección de un altar del fuego, lo único que da validez a la toma de posesión de un territorio, equivale a una cosmogonía. Un territorio desconocido, extranjero, sin ocupar (lo que quiere decir con frecuencia: sin ocupar por «los nuestros»), continúa participando de la modalidad fluida y larvaria del «Caos». Al ocuparlo y, sobre todo, al instalarse en él, el hombre lo transforma simbólicamente en Cosmos por una repetición ritual de la cosmogonía. Lo que ha de convertirse en «nuestro mundo» tiene que haber sido «creado» previamente, y toda creación tiene un modelo ejemplar: la Creación del Universo por los dioses. Los colonos escandinavos, cuando tomaron posesión de Islandia (land-náma) y la roturaron, no consideraban esta empresa ni como una obra original, ni como un trabajo humano y profano. Para ellos, su labor no era más que la repetición de un acto primordial: la transformación del Caos en Cosmos por el acto divino de la Creación. Al trabajar la tierra desértica, repetían simplemente el acto de los dioses que habían organizado el Caos dándole una estructura, formas y normas. Trátese de roturar una tierra inculta o de conquistar y de ocupar un territorio ya habitado por «otros» seres humanos: la toma de posesión ritual debe en uno u otro caso repetir la cosmogonía. En la perspectiva de las sociedades arcaicas, todo lo que no es «nuestro mundo» no es todavía «mundo». No puede hacer uno «suyo» un territorio si no le crea de nuevo, es decir, si no le consagra. Este comportamiento religioso con respecto a las tierras desconocidas se prolongó, incluso en Occidente, hasta la aurora misma de los tiempos modernos. Los «conquistadores» españoles y portugueses tomaban posesión, en nombre de Jesucristo, de los territorios que habían descubierto y conquistado. La erección de la Cruz consagraba la comarca, equivalía, en cierto modo, a un «nuevo nacimiento»: por Cristo, «las cosas viejas han pasado ; he aquí que todas las cosas se han hecho nuevas» (II Corintios, 17). El país recién descubierto quedaba «renovado», «recreado» por la Cruz.[7]



[1] ELIADE, Mircea; Tratado de historia de las religiones. Ediciones Cristiandad, Madrid, 1984, p.253.
[2] Ibidem, p.151.
[3]OTTO, Rudolf; Lo santo. Sobre lo racional e irracional en la idea de Dios, Alianza, Madrid, 1998, p.16
[4] CARROZZI, Valentina; Educación: Apertura al Misterio, la medida del medir, UB, Santiago de Chile, 2012, p. 165.
[5] WITTGENSTEIN; Luvdig; Diario filosófico, EDAF, Madrid, 2002, p. 316.
[6] TUGENDHAT, Ernst; Co-herencia Revista de humanidades, “Sobre religión”, nº6, Vol. 4, Enero – Junio de 2007, Universidad EAFIT, Medellín, p. 15.
[7] ELIADE. Mircea; Lo sagrado y lo profano; Guadarrama/Punto Omega, México, 1981, pp. 5- 22